– ¿Desayunamos?
Lo miro. Saca de la maleta una funda de plástico con percha y la cuelga.
– ¿Es una broma? -respondo.
– Vamos, ¿qué hora es?
– No lo sé.
Saca de la maleta una camisa doblada. La extiende con cuidado en el aire y empieza a ponérsela.
– ¿No tienes reloj? -pregunta.
– No. Pero por ahí está el móvil. En la mesita.
Busca el aparato mientras se abotona las mangas. Gemelos dorados. Parecen de verdad de oro. Puede que lo sean. Siendo él, todo esto es posible. Incluso lo que pasó anoche.
– No son ni las nueve. Vamos, mujer, anímate.
Sigo desnuda en la cama. Sentada, me abrazo las rodillas. Aspiro el olor de la habitación. Siempre me gustó el aroma que desprenden nuestros dos cuerpos cuando están juntos.
– ¿Siguen poniendo ahí abajo esas tortitas que nos gustan? ¿Con sirope de fresa?
– Eso era cuando vivía en la Plaça. Hace dos años que me mudé.
– ¿De veras? -me dice, con aire risueño. Saca de la maleta un pantalón blanco. No, es color crema, pero se ve más pálido a la luz de las persianas echadas.
– La última vez fue aquí, en esta casa -le digo.
– ¿Ah, sí?
Se pone el pantalón y se lo ata con un cinturón azul marino, tan oscuro que parece negro.
– ¿Llevas pajarita?
– Corbata. Negra.
– ¿A juego con el cinturón?
– Y con los zapatos.
Saca la chaqueta de la funda. Es del mismo color que la camisa y que los pantalones.
– ¿Quién eligió el traje, tú o ella?
Me mira con desdén, aunque en realidad no lo es tal. Le gusta poner esa mirada irónica. A mí también me gusta, lo reconozco.
– ¿Acaso no me conoces? -me dice.
– ¿A qué hora es el evento? -le digo, como respuesta.
– A las doce y media. Tenemos tiempo. Venga, mujer, anímate.
– ¿Para celebrarlo?
Me vuelve a mirar. Esta vez es perplejidad. Lo conozco, no está fingiendo.
– ¿Celebrar qué?
– Nuestra última vez. La última noche que pasamos juntos.
– ¿Quién te ha dicho que esta es la última?
Ahora soy yo quien se siente perpleja.
– Por Dios, que te casas en tres horas -le digo.
Se queda parado. Me mira fijamente. No acierto a desvelar el significado. No sé si se lo está pensando, o si le gustaría decir algo, o si me toma por loca.
– ¿Desde cuándo eso ha sido un problema?
– ¿Que en tres horas tengas mujer?
– Que nos despidamos. A ti y a mí siempre nos han gustado estos momentos.
– ¿Las despedidas?
Asiente sin mover un músculo. Su forma de decir que sí es no moverse y mirarme, fíjamente. Está guapísimo, lo reconozco. Siempre me gustó de blanco. Cuando por fin se mueve es para buscar los zapatos. Los saca de la maleta, la misma de donde sacó todo lo que lleva puesto. La misma que se trajo anoche.
– ¿Hacemos un repaso? -me pregunta.
– ¿Lo crees necesario? -le respondo.
– No. Tómatelo como un juego. A lo mejor aprendemos algo nuevo.
– A lo mejor. La razón por la cual solo nos acostamos cuando te vas lejos.
– Empiezo yo. La primera fue cuando me marché de Erasmus.
– La segunda cuando te fuiste de Séneca -digo, sin mucho interés. Alargo el brazo para coger un cigarro.
– La tercera cuando me dieron esa beca para trabajar de prácticas en una empresa belga.
– La cuarta cuando te fuiste a Noruega.
– La quinta… ¿cuándo fue la quinta?
– Fue cuando te hicieron director de algo y te tuviste que ir seis meses a Marruecos.
– Es verdad. Qué pocas ganas tenía. La sexta cuando volví a irme a Noruega -prosigue. Coge la corbata. Se vuelve al espejo para hacerse el nudo.
– La séptima fue hace año y medio. Te hicieron director en España y viniste para irte a Madrid.
Enciendo el cigarrillo. El humo se expande por la habitación. Yo nunca fumo. Solo cuando estoy con él.
– Entonces ya estabas con tu futura esposa -le digo.
– ¿Ves? No fue un problema.
– Creo que te odio -.Eso me ha dolido. Escondo la cabeza entre las piernas. Me aguanto las ganas de llorar. Él se gira. Se gira y me mira.
– Creo de veras que no tienes ningún derecho a que me des lecciones. Tú no eres mejor que yo.
– No… creo que no es eso…
– ¿Entonces? Por lo que yo sé, no lo dudaste mucho cuando estabas con Luis. Ni con Manuel. Ni con ese chaval tan rubio, ¿cómo era? Hans, o Hons…
– Harn.
– Como sea. Siempre tuviste un noviete. Te encargabas de recordármelo cada santa vez. Y, sin embargo, no dudabas en llamarme cuando sabías que me iba, y en invitarme a salir, y en emborracharnos, y en besarme, y en….
– Y en abrir las piernas. ¿Es eso lo que ibas a decir? -grito. No, no tengo ningún derecho, pero le grito.
– Igual es que no te acuerdas, ¿no? Cuando me ofrecieron el puesto. El de Noruega. No quería irme. Y no era porque no fuera una oportunidad, bien lo sabes: una multinacional, un pedazo de sueldo. Y Noruega, que tanto me gustaba.
– Siempre fue tu sueño, ¿verdad? Los países nórdicos.
– ¿Qué fue lo que te dije? ¿Eh, bonita? ¿Qué te dije?
– Que si yo quería no te ibas. Que te quedabas conmigo.
– ¿Y cuál fue tu respuesta? «Ni lo sueñes, guapo, no te quiero. No soy de las que se enamoran. Eso es para las débiles. Prefiero ser libre de acostarme con quien yo quisiera, sin impedimentos.» Todo eso. Me quedé hecho polvo.
– Tú no me querías.
– No tienes ni idea. Ni idea de lo que tenía en la cabeza.
– Te fuiste sin dudarlo ni un momento.
– Me dijiste que no me querías y que era mucho mejor que me fuera.
– Mentí.
– Pues ahora es tarde. Esa pobre chica me espera.
Termina de vestirse. Está ridículo. Seguro que eligió ella el traje, el cinturón, los zapatos, todo. Blanco impoluto con corbata negra. Me encanta. Me lanzaría sobre él y le quitaría la ropa y volvería a metérmelo en la cama. No soy capaz. En vez de eso pregunto:
– ¿Viviréis en Madrid? ¿O en Noruega?
– Madrid. Sigo siendo director de la sucursal en España.
– Ya. ¿Y cuando te hagan director de Noruega? ¿Nos volveremos a acostar otra vez?
– Cualquiera sabe. ¿Te vistes?
Me levanto despacio. Nos miro al espejo. Su figura, vestida, y yo desnuda. Me acerco a él y lo abrazo. Le doy un beso en la mejilla.
– Bueno, qué -me dice-. ¿Desayunamos?
Por Ignacio Moreno Flores.
Como ya te dije el otro día,es un placer contar entre nosotr@s a alguien como tu, capaz de compartir tus ideas y plasmarlas para que podamos disfrutar con ellas,un abrazo..
Muchas gracias José Manuel, me alegro que te haya gustado 🙂