Flota en el aire un leve perfume a azahar, un poco a naranja exprimida, un poco a primavera.
A lo lejos, los trenes se deslizan rumbo a ninguna parte con su runrún monótono, con sus ventanas como enormes pupilas, con su lento resbalarse sobre el acero.
Las hojas de los árboles se balancean de un lado a otro, izquierda, derecha, izquierda, derecha…, un vals en los brazos del viento.
Los pájaros chillan, desgañitándose en el inmenso cielo de la tarde, cantando sus versos dulces a la nostalgia.
Los coches atraviesan perezosos la carretera, inmersos en sus burbujas de chapas de pintura. ¿Adónde irán?
Una pareja camina de la mano en silencio, en el silencio amante o cómodo, de quien no tiene más que contar a unos ojos ya no tan de cierva asustada, a un corazón ya no tan vivo.
Los niños pelean, ríen, lloran, se caen jugando a la pelota o al transmutarse en infinitas pieles no infantiles. Se caen los niños con sus juego inocentes. Algunos se levantan. Otros necesitan el conjuro (sin verrugas, por favor) de su sanita, sana, culito de rana… Dejan de llorar.
Las señoras que vuelven de su paseo vespertino son expertas en narrativa de ficción. Tomadas del brazo, hacen pausas dramáticas en sus andares de tortuga desnutrida. Sus maridos prefieren comentar el partido de ayer, las manos cruzadas a la espalda. Son de los de no creer si no ven. Y no quieren nietos poetas.
Desde mi ventana, los aviones son moscas mareadas; los perros, cuatro patitas que ladran por ladrar.
Al naranja ardiente de las nubes lo sustituye un azul piadoso que tiñe de reflejos los cristales de mi barrio. Malva, morado y rosa se suceden, colores mágicos que duran un instante y pintan un cielo irreal, un cielo de cuadro. Tan hermoso que duele.
Las toallas hacen funambulismo en las azoteas, pares (e impares) de calcetines observan desde los balcones, suena al unísono un frotarse de tela contra tela, un rumor que no es de seda ni terciopelo, un susurro casi inaudible, secretos en voz baja que se confían medias y camisas. Se columpia la ropa interior.
A las nueve se encienden las farolas. Al duro palpitar ocre de unas cuantas bombillas rotas le suceden los focos dorados de la noche.
Los carteles parpadean, iluminados, sobre las vías. Del otro lado de los trenes, recortadas por el vagar de las hojas, crepitan las lámparas de un mundo inaccesible; las luces de otras colmenas, las vidas de otro barrio.
Arriba, ya tiemblan, ingrávidas, algunas estrellas, huérfanas de amor.
Se saborea en los labios un regusto a viernes.
El cielo se viste de lentejuelas. Añil y plata.
Flota en el aire un leve perfume a azahar, un poco a naranja exprimida, un poco a primavera.
Por Irene Reyes Noguerol.
Me encanta. Has conseguido que yo también mirara desde “tu” ventana. Sensible y precioso.