Recuerdo ese día como si fuera ayer.
Yo tenía veintiún años, era inteligente y obstinada. O, mejor dicho, me creía inteligente y era tremendamente obstinada. Aquel iba a ser un gran día, pues al fin tenía la oportunidad de vengar la desaparición de mis padres. O quizás tenía ganas simplemente de vengarme. Por muchas cosas.
Éramos un grupo de jóvenes cuyas familias habían sufrido las consecuencias de la invasión china en los años 50. Ese día tenía lugar en Lhasa un desayuno oficial donde se encontrarían altos cargos de cinco países europeos con el gobierno chino, y era el momento perfecto para dar un golpe de protesta que diera la vuelta al mundo. A partir de ese día, al fin se escucharía nuestra voz, y muchos de esos países que abandonaron al Tíbet hace décadas volverían a tomar en serio nuestra independencia.
Nunca me consideré una buena tibetana. De hecho, guardo cierta sensación de traición a mi patria, ya que la mayor parte de mi vida la he pasado fuera de mi país. Lo que sé de mis padres es que eran refugiados que por alguna razón volvieron al Tíbet cuando mi madre me dio a luz, y después, desaparecieron dejándome como legado un dibujo que parecía estar hecho por un niño pequeño en el que se veía una familia feliz caminando a los pies de las montañas del Himalaya. Según ese dibujo y algunas palabras escritas en el dorso, sé que nací en alguna parte del Tíbet, pero a día de hoy desconozco dónde exactamente. Mi familia adoptiva hizo lo posible por enviarme a Nueva Delhi para que pudiera estudiar y tener una buena vida, y yo he decidido volver y limpiar la memoria de nuestro pueblo. Mi odio por China ha crecido, pero también mi fortaleza.
Recuerdo ese día como si fuera ayer.
No queríamos cometer asesinatos, pero sí necesitábamos que ese día no se olvidara fácilmente. Así que cada uno de los veinte jóvenes que formábamos el comando estábamos situados según el plan, alojados en casas de civiles que ignoraban por qué estábamos allí. Se trataba de pasar la noche escondidos en las casas y, al amanecer, antes de que la comitiva entrara en el edificio para que diera comienzo el desayuno, cada uno estaría cargado con su lata de ácido para descargarla a mi señal sobre el mandatario que cada uno tenía asignado. Yo estaba en casa de un padre que vivía con sus tres hijos, y la mala suerte quiso que el más pequeño se colara en mi habitación justo cuando comenzaban a llegar los objetivos. Hacía unos minutos que había venido a ofrecerme el típico desayuno tibetano, té caliente con Ghee y algo de Zanba para mezclar, y yo lo había echado de malas maneras de la habitación, preocupada por que pudiera ver lo que iba a hacer yo desde la ventana y, sobre todo, por que entrara en contacto con alguno de los dos bidones de ácido que guardaba. Pero volvió… estaba tan asustado tras mi primer enfado, que entró sigilosamente y yo no lo escuché. Estaba a punto de dar la señal cuando escuché un grito que se tornó llanto. Lo miré, y supe que el pequeño, al ver los bidones abiertos, pensó que se trataba de agua limpia, y bebió. Por el suelo se esparcieron numerosas bolitas de Zanba que traía guardadas en un trozo de cuero gastado. No podíamos abandonar la misión. Hice la señal a mis compañeros, hicimos el trabajo y escapamos. Ya en la lejanía volvimos al silencio y a la paz de la montaña, y los gritos y llantos cesaron en el aire, pero no en mi cabeza.
Recuerdo ese día como si fuera ayer.
Ese pequeño había vuelto para traerme el desayuno tibetano listo para llevar en un tangu, como es la costumbre cuando a alguien le espera un largo viaje, y desde entonces siento que estoy en camino, agotada, describiendo círculos.
Desde ese desayuno que rechacé, siempre llevo encima algo de té de ladrillo y manteca de yak, que fue lo que el pequeño me trajo la primera vez. Y sigo… sigo creciendo en odio y fortaleza, y nunca, nunca estoy segura de las muertes que provoco ni de a cuántas vidas afectan.
Identidad…
Venganza…
Quizás ese sea el verdadero desayuno de un terrorista.
Por Mawi Justo.