Tommy Carbonatto se acercó a mi mesa y me dijo que Joe Landowski había invitado a toda la oficina a la fiesta de inauguración de su loft de Tribeca. Sería el viernes, y pensé en el viernes anterior y en cómo había terminado: podando la colección de bonsáis de mi ex mujer. Así que decidí ir, pese a que Joe Landowski me parecía un llorica que nos cargaba continuamente con los sufrimientos de sus abuelos en sitios como Auschtwitz, mientras esperábamos turno en la máquina del café, y pese a que no tenía muy claro qué era un loft.
La puerta del loft de Tribeca la ha abierto un tipo que se presentó como Joe Landowski y que incluso conoce mi nombre —“Ey, Phil, ¿cómo lo llevas?”—. Más tarde me he enterado de que mi Joe Landowski se llama realmente Lewis Wozniak. El caso es que la confusión ha acrecentado mi incomodidad.
Me serví un trago y fui a apoyarme en una columna con la esperanza de que mi mirada se topara con algo que hiciera pasar los minutos más rápidos. El resto de los invitados conversaba entre sí en grupos de tres o cuatro. Abundaban las copas de ginebra con aceitunas flotantes y los fulares de colores estrafalarios, tanto en ellos como en ellas. Algunos seguían al anfitrión en una especie de visita guiada donde Joe Landowski desplegaba grandes conocimientos en tarimas flotantes y tapicerías ignífugas. Vi cómo Tommy Carbonatto asentía frente a una litografía de Dalí, con una mano sosteniendo su barbilla. Lo acompañaba una chica que repartía su atención entre Dalí, su copa vacía y la mesa de las bebidas.
Yo me he limitado casi todo el tiempo a girar la cabeza a un lado y otro, degustando el alcohol con sorbos lentos, con el mismo fastidio que uno experimenta cuando viaja en un vagón vacío y el siguiente pasajero que sube elige sentarse junto a ti con la esperanza de iniciar una agradable charla que haga más ameno el trayecto Baltimore-San Luis. Entonces te enderezas en el asiento, recoges las piernas y tensas la espalda, y piensas que es una pena no llevar un cuchillo de caza escondido en el pantalón para poder mostrar el mango a pelmazos como ese.
Al servirme la tercera copa he consultado el reloj por decimosexta vez y he comprobado que, si me movía con rapidez, podía llegar a casa para ver el final del partido de los Knicks. En ese momento ha aparecido Cynthia. Sin un fular en el cuello. También necesitaba largarse.
«Lo duro no es perder una mujer, sino desconocer la razón por la cual no hay una mujer esperando en casa». Había leído esa frase recientemente. Probablemente procediera de uno de esos escritores, un Cheever o un Carver, obsesionados con los barrios residenciales, el ruido de un cortacésped y los orgasmos de su vecina a través de la pared.
Tras cinco años de matrimonio, nuestra casa —la de mi mujer y la mía— estaba repleta de signos negativos, como si alguien hubiera arrojado un puñado de clavos. Si por la noche yo recurría a la imagen de la dependienta de la sección de cosmética de Macy’s, ella echaría mano de Brad Pitt con toda seguridad. La anterior es una buena frase para definir el estado de nuestra convivencia.
Es obvio que algo no marcha cuando se monta una bronca porque uno de los dos ha dejado un pegote de pasta de dientes en el lavabo. Está claro que alguna pieza del engranaje se ha soltado cuando pegas una patada a zapatos ajenos, abandonados por las prisas en mitad de un pasillo. Una cesta de ropa sucia demasiado llena. Una frugal cena por separado. Una factura sin pagar. Una visita de los suegros. Un grifo que gotea desde hace meses. Una fecha especial olvidada. Un regalo inapropiado. La tensión era perceptible en cualquier acción de la rutina diaria.
No existió la gran razón para nuestra separación. Simplemente, fueron los clavos.
Sentado al borde de la cama de esta habitación de hotel de veinticinco pavos y un televisor colgado en la pared, no consigo construir una mínima erección. Descarto el alcohol como culpable. Nunca cinco copas me han tumbado. La cuestión es que en el baño se encuentra una mujer lo suficientemente atractiva como para solo actuar y dejar de pensar. «Déjame un minuto, cariño», acaba de decir.
Supongo que Cynthia espera un rato de sexo decente. Es la nueva asesora comercial de la oficina. Una chica, recién salida de Columbia, con ganas de ser un pez gordo en cualquier lugar. Habíamos contactado visualmente un par de veces, con ese tipo de mirada que significa «sé que existes». Mientras espero me la imagino inspeccionando sus dientes frente al espejo, recolocándose los pechos en su sujetador, atusándose el flequillo, eliminando algunos vellos olvidados en el entrecejo y felicitándose porque ahí fuera tiene un hombre de aspecto digno suspirando por sus encantos, cuando lo más que había pensado conseguir en la fiesta de inauguración de un loft consistía en una serie de catálogos de decoración.
¿Cómo debe de ser morir en la más absoluta de las soledades? Montones de seres humanos lo hacen cada día. ¿Cómo debe de ser notar que un frío irreconocible sube por las piernas y no tener a nadie alrededor a quien dedicar la última mirada? Los periódicos están repletos de ancianos en estado de descomposición que solo son descubiertos cuando los vecinos arrugan la nariz en el rellano de la escalera. ¿Qué sensaciones experimentarán en la exhalación del suspiro final? Debe de tratarse de algo parecido a nadar mar adentro, hasta que la costa es un borde turbio, y pensar, en medio del océano, que si algo sucediera y comenzara a hundirme nadie se percataría.
Siento que con el divorcio he nadado más de la cuenta. Si mi mano surgiera del agua, pidiendo auxilio, nadie la vería. Moriré solo, quizá con la televisión encendida, mirando cómo Brad Pitt –hijoputa– hace de viejo recién nacido que rejuvenece conforme cumple años. Este pensamiento puede ser el origen de tanta incomodidad. De ahí que desde hace unos meses respire un aire lleno de filos cortantes. De ahí que sea incapaz de concentrar ahora algo de sangre en un punto concreto de mi cuerpo y que no consiga una triste erección con la mera expectativa de un polvo con una mujer preciosa que se está acicalando para mí en el baño.
Ahora Cynthia está apoyada en el marco de la puerta del baño. Lleva sobre su cuerpo una preciosa lencería de satén negro. Sin embargo, tengo la misma reacción que el taquillero de una atracción de feria. Cynthia me observa como si fuera el pavo idóneo para su cena de Acción de Gracias. No creo que ella esté interesada en hablar sobre la muerte en soledad.
Realmente echo de menos a mi mujer. Hubo una época en la que mi mujer era como una de esas enfermeras que entran en la habitación con una gran sonrisa, abriendo de par en par la ventana, haciendo ver la belleza del día y obligando al enfermo a olvidar por unos segundos que tiene un tumor cerebral.Si yo hubiera aportado más voluntad en el matrimonio quizás ahora tendría abierta una botella de vino francés, y estaría acurrucado junto a ella en el sofá, a la espera de reírnos un poco con el Show de Jimmy Fallon. Estaría, en definitiva, construyendo la seguridad de la presencia del amor hasta el fin de mis días.
—Perdón por el retraso. —Los ojos de Cynthia tienen el brillo de las grandes ocasiones.
Nunca hay que ir a la fiesta de un polaco pretencioso que se acaba de comprar un loft en Tribeca.
Por José Pedro García Parejo.