Adormecimiento moral social, así he escuchado llamarlo a mi abuelo, a mi padre y así lo llamo yo.
Delante de un calendario, y tras nuestros viejos rituales, planificábamos la acción de cada día de elecciones. Teníamos conexiones con algunos países europeos pero, ciertamente, estos lazos eran poco firmes desde hacía ya algunos años y el tema de Grecia había destruido las escasas alianzas con Europa oriental. Nuestro país se mantenía como una hoja flotando en un temporal, sorprendentemente seca.
A unos seis meses vista se hacía el reparto de cargos. Por un lado, los preparadores; por otro, los ejecutores y, por último, los recolectores. Para nosotros siempre ha sido una cosecha.
Los primeros, normalmente los más ancianos, encerraban a los segundos, habitualmente los activos profesionalmente, para darles un entrenamiento especial. Requería aislamiento. Nos convocaban en cualquiera de las fincas propias de la organización, no más de una semana, con ello era suficiente. En los principios los “campamentos” se extendían durante dos meses pero todo estaba ya tan rodado que era una pérdida de tiempo innecesaria. Los recolectores suponían un mecanismo de control y llevaban a cabo, de esta forma, el correspondiente rito de iniciación. Habitualmente, y de dos en dos, se colocaban como interventores en las mesas electorales y procuraban un recuento tranquilo de votos.
Fue la tercera vez que hice de ejecutor cuando comencé a plantearme otras realidades posibles. El día antes, en mi sofá, observaba con desgana a mis hijos jugar con la niñera en el salón. Mi mujer había salido a tomar café con sus amigas tras su sesión estética grupal (criolipólisis esta vez). Se había llevado al chófer y el Mercedes pequeño así que había acabado de un plumazo con mis escasas ganas de acudir a la clase de pádel de los sábados con mi socio del despacho. Andaba intentado decidir si era mejor para Íñigo, este verano, el intercambio en Poitiers o el curso de Management infantil que acaban de estrenar en la Trinity School de San Francisco. Ambas cosas no eran posibles, este año no me perdería por nada del mundo el Master de Augusta y coincidían en fecha. También había que planificar el verano de Mimi, el pinscher de mi mujer. Y no sabía cuándo iba a poder dedicar al menos una semana a mi fulanita de turno. Si no la cuidaba, se escaparía a los brazos de otro que tuviera más mimos en la cartera.
Sonó el teléfono, me daban las últimas indicaciones para el día siguiente. Estaba convocado como presidente de la mesa de mi colegio electoral; esa llamada era habitual, repetición de consignas y pautas básicas de intervención de pensamiento. Como si de un mantra se tratara, tu preparador personal te relataba con detalle en qué consistía nuestro trabajo, éramos mentalistas y nosotros dábamos votos a los dos partidos que financiaban nuestra organización. Esta vez a razón 2:1 para los azules.
Juro que hasta esa ocasión, esa llamada me hacía recordar lo vivo que estaba. La influencia de mi ser en el devenir de los cuatro próximos años en mi país me hacía sentir grandioso. Pero ese 18 M no vibré, no noté la inyección de adrenalina, no se me erizó el cabello, no tuve una erección, no sonreí escuchando las encuestas con las intenciones de voto, ni disfruté viendo a ese chaval con coleta en la televisión con los ojos y los poros rebosantes de la palabra cambio.
Acudí a mi cita formal, todo salió según lo previsto. Otra legislatura de tranquilidad. Nuestro trabajo, mientras, es descubrir casos de corrupción, generar disputas en el seno del partido perdedor, tensiones en el ganador, alguna huelga por aquí, una crisis sanitaria por allá y la teatral Democracia sigue su curso.
En los últimos meses algunas voces de aburrimiento se habían despertado en las bases del grupo. Nos aburríamos. Ganar siempre aburre. Saber lo que va a ocurrir no es divertido. La estabilidad mata al aventurero y los ricos somos aventureros.
La aventura empieza de nuevo.
He aprovechado ese caldo de cultivo y planificado un divertido golpe de estado desde dentro. No he sopesado ni medido posibles consecuencias. Primero pensé en, simplemente, cambiar la opción de voto, apostar todo al rojo, pero las medias tintas no producen pasión, así que planteé una partida de Black Jack y que cada uno de mis colaboradores juegue sus cartas como mejor le venga.
Mañana es nuestro estreno. Ahora, en la cama y en la oscuridad, me siento como un niño el día antes de su primera excursión. Casi me meo en las sábanas de seda. No he llamado a nadie, no he recordado instrucciones. Somos pocos pero potentes y confió en nuestro éxito. Solo quiero ver la cara de mis carcamales apolillados cuando, al finalizar el escrutinio, los votos caigan en las balanzas de los partidos no previstos. Hace mucho tiempo que no estaba tan cachondo.
Por Gema M. O.