Pum, clac, clac… Pum, clac… Pum… Pum…
Reconocía ese sonido. Con él se despertaban, no solo mis cinco sentidos tras una plácida noche de invierno, sino esos otros sentidos que tienes cuando acabas de cumplir noventa años. Sentidos extraordinarios que, si tienes la suerte de no haber perdido aún tus recuerdos, te permiten experimentar olores, colores y sonidos de otros tiempos. Cuando eres mayor y has vivido ciertas cosas vuelves en parte a ser ese niño que se cree imparable, aunque nadie a su alrededor parezca darle importancia. Así ocurre con los “abuelos”. Cuando sentimos de repente el calor de un recuerdo, revivimos. Cerramos los ojos a nuestra realidad, y los abrimos hacia ese atesorado momento.
Pum, clac, clac… Pum, clac… Pum… Pum…
Estoy en la cama, envuelta entre sábanas perfectamente colocadas para que ninguna brisa de aire frío alcance mi espalda. Y me despierta el sonido de papá, que está fuera cortando maderas para avivar el fuego de la chimenea, consumido tras una gélida nevada. Ese sonido del hacha cortando los pequeños troncos me fascina. No entiendo cómo un material tan duro para mis manos puede quebrarse en cuestión de segundos con ayuda del hacha. “Cuidado con la madera, no la subestimes, que está viva”, me dice siempre papá cuando me ve pegando patadas a los árboles o arrancando ramas débiles. Para mí, todo lo vivo es frágil, pero la madera parece tan imposible de romper…
Me puse el abrigo y la bufanda encima del pijama y salí corriendo a conversar con papá mientras cortaba la madera:
-Papá, ¿siempre que algo sea demasiado resistente y yo lo necesite debo romperlo?
-¿A qué te refieres, Madeleine?
-Por ejemplo, ayer partiste en trozos pequeños el turrón ese que tanto me cuesta masticar. Lo mismo ocurre cuando se trata de un filete. Suelo cortar trozos grandes y me dices que los corte más pequeños para masticar mejor. ¿Siempre es así?
-Supongo que sí. Debemos darle a las cosas la forma adecuada para que nos sean útiles.
-¿Incluso cuando están vivas? La madera y la carne son cosas vivas… me lo dijiste tú. Si es así, cuando alguien tiene la cabeza dura como el turrón, ¿hay que partírsela en trozos?
-Pero, nena, ¿¿qué dices?? ¿De verdad que no sabes la respuesta a esa pregunta?
-En realidad, no… estoy confusa, porque incluso el turrón duro está hecho de cosas animales y vegetales, que lo he leído. Entonces, ¡está vivo! Y lo cortamos y cortamos hasta poder comerlo fácilmente. ¿Por qué con las personas no pasa lo mismo? ¡Quizás sea el secreto para cambiar a la gente mala, y no quieres admitirlo!
-Madeleine, es un poco más complicado. A las personas no se les puede obligar a cambiar a nuestro gusto. Cada uno tenemos nuestras propias convicciones, y no debemos corregirlas. En esos casos, solo podemos dialogar, convencer con argumentos… pero nunca podemos manipular los pensamientos del otro. Eso es sagrado.
-Entonces, las cosas que están vivas no siempre cambian y evolucionan como nos han dicho en clase, ¿no?
-Las cosas vivas sí cambian y evolucionan con el tiempo. El problema, Madeleine, es que hay personas que, aunque parecen estar vivas, en el fondo están un poco… muertas. Por eso no evolucionan. Ya lo comprenderás. Pero mientras tanto, prométeme que nunca le abrirás a nadie la cabeza por pensar distinto a ti, por favor.
-Te lo prometo, papá. Es que el otro día en clase les dije a los compañeros que me venía contigo y papá a la montaña. Y me dijeron que vosotros no sois papás, porque sois dos hombres. Decían que sus familias eran de verdad, porque había papá y mamá. ¿Es eso cierto?
-Hija mía, si te dijeron eso, te aseguro que nuestro turrón duro está más vivo que esas familias. Ni siquiera mi hacha podría romper esas ideas en pedazos.
-¿Y quién lo hará?
-El tiempo… y todo aquello que quede vivo.
Pum, clac, clac… Pum, clac… Pum… Pum…
Recuerdo bien a mis padres. Nunca se negaron a responder a mis preguntas con franqueza, aunque alguna vez eso les obligara a secarse las lágrimas. Cuando era pequeña me enseñaron que el mundo estaba lleno de matices y, a medida que crecí, tuvieron que enseñarme a controlar mi rabia, ya que amarse les costó caro. Descubrieron entre sus seres queridos muchos corazones aletargados y mentes congeladas, incapaces de aceptar y acoger la idea de quiénes eran ellos en realidad.
Hoy es mi nieto el que corta fuera algo de leña, y no me asusta lo más mínimo a quien ame. Me siento orgullosa de cómo ama, porque ama libremente.
Por Mawi Justo.