Las hojas de los árboles caían abrazadas y muertas de frío ante la atenta mirada de los niños de la escuela. El otoño se abría paso a mansalva entre sus revoltosas infancias de críos de pueblo. A lo lejos, el Árbol Caído se transformaba en ceniza. Todos contemplábamos cómo el valle se diluía en tierra y fuego, cómo los ojos del cielo se empañaban por el humo que lo cubría y cómo, sin remedio alguno, se precipitaba en lágrimas de mar y sal. Todos llorábamos enmudecidos tras la cristalera del aula aun sabiendo que ni mil llantos sinceros conseguirían remediar la inesperada muerte del árbol centenario. Ya nadie volvería a recostarse sobre su tronco seco en lo alto de la colina, ya nadie jugaría los días de calor al cobijo de su sombra, ya nadie descubriría gorriones recién nacidos entre los nidos de sus ramas. Nadie. Nadie leería en su piel de olmo las vidas de nuestros poetas muertos; ¡Oh, olmo viejo, hendido por el rayo!
Los niños, ensimismados, obviaron mi presencia y continuaron callados como espectadores de una tragedia griega; la tragedia de su propio pueblo. Sentían la misma tristeza que la que se siente por la pérdida de un amigo; por la pérdida de aquel con quien habían abrazado el tronco ya disecado, ya yermo, y habían tratado de entrelazar sus manos; por la pérdida de un recuerdo feliz que quizás algún día regresaría como aquella misma tarde de otoño regresó a mi mente el nombre de un antiguo compañero.
¡David! dije en voz alta cuando había conseguido que todos los niños regresaran a sus pupitres y abrieran el cuaderno de ejercicios. El pequeño ni siquiera se inmutó. Seguía agazapado a la ventana mientras sus compañeros lo observaban con los ojos aún vidriosos. ¡David! repetí de nuevo y el niño escuálido me miró al fin. Reconocí en su gesto la mirada de un amigo de la infancia; el rasgo irrefutable de los niños perdidos. Me detuve en cada una de sus pequeñas facciones, -tan parecidas a las del niño que mi mente trataba de esclarecer…-, en sus ojillos miopes, su picuda nariz, sus labios de pinocchio, su haraposo uniforme de crío rechazado. Resultaba tan débil bajo la hechura de la piel que decidí en aquel momento perdonarle el destierro de la última fila, acercarlo más a mí, como movida por un arrebato de sobreprotección, de tardía maternidad, tal vez. David, ven, quiero que te sientes al lado de María.
El niño recogió sus cosas y me obedeció en silencio. María apartó su libreta y permitió que se sentara a su lado, sin resoplidos ni miradas de socorro, con un comportamiento protocolario hacia su nuevo compañero, casi palaciego. A la niña no parecía importarle que David fuera huérfano, que trajera siempre la misma rebeca deshilachada, que viviera en un lugar donde a los niños no se les puede querer como a los demás.
Sin lugar a dudas fue la mejor decisión de mi vida. Al menos, en lo que concierne a una vida ajena. Junto a María, David se convirtió en vencedor de Goliat. Sus compañeros de clase comenzaron a aceptarlo como a otro cualquiera y aprendieron a no juzgarlo a pesar de sus extraños comportamientos, su apoteósica timidez, sus tremendas ganas de llanto en el momento más inesperado. David acertó en el blanco de treinta corazones inocentes y en el de uno abastecido de demasiados recuerdos; el mío propio. En él, David encontró al David de mi niñez justo antes de que los años de colegio se desvanecieran por completo en mi memoria. David salvó a David de morir a manos del gigante Olvido.
Los días siguientes a la muerte del olmo viejo transcurrieron fugaces. La tristeza del primer momento se convirtió en resignación y, más tarde, en desapego. Nadie quiso volver a oír nada sobre la existencia del Árbol Caído pero el luto por la Pérdida se hizo eterno. Aquel amigo inmóvil de la infancia no fue el único que desapareció de nuestras vidas.
El otoño apenas había comenzado a dejar los estragos de su lucha cuando recibí una inesperada visita que cambió el curso de los acontecimientos. Era la madre de David. Mi sorpresa fue bárbara -en el pleno sentido de la palabra; mi mente la equiparó a una monstruosa figura- pero en seguida la invité a tomar asiento y me ofrecí a ser testigo de la historia que venía a contarme como si yo tuviese algún poder sobre su consciencia o pudiera absolverla de pecado. He de confesar que la escuché sintiéndome espectadora de una vida que no me concernía en absoluto pero que me resultaba cruel. Lo siento mucho, dije cuando terminó de hablar, pero David está mejor aquí. La catástrofe vino en seguida. Sé que fue un comentario tremendamente injusto y egoísta por mi parte, insuficientemente meditado, pero nunca me arrepentí del impulso que me llevó a decirlo en voz alta. Yo no quería que aquella mujer zarrapastrosa se llevara de nuevo a David -y digo de nuevo porque ya se lo había llevado cuarenta años antes cuando yo era una niña-. Como es de imaginar se tomó a la tremenda mi reacción, agarró su bolso con una fiereza descomunal y se levantó indignada. Y tú que sabrás me respondió casi escupiendo cada una de las palabras mientras cerraba la puerta a destajo. En aquel instante quise levantarme e impedir que la muchacha -después de todo yo debía ser al menos veinte años mayor- se atreviera a faltarme el respeto de tal manera pero no pude hacerlo. Era cierto lo que decía, y qué sabía yo.
Después de aquel encuentro, David no volvió a aparecer por clase. Su marcha supuso una monotonía desquiciadora. Y eso no fue lo peor, sino la actitud de María -tan parecida a la de la niña que fui-. Actuaba como si nada hubiese ocurrido, como si apenas se hubiese inmutado de que su compañero de pupitre había volado para siempre. Esa indiferencia me resultaba atroz. Aquella niña había compartido sus lápices y sus juegos con David, había recibido mil regalos de su parte, aquella niña había querido a David y, sin embargo, había permitido que se marchara sin un adiós, sin una mirada a su pupitre vacío, sin una sola mención a la ausencia del chiquillo. Igual que el Árbol Caído, David había ardido en la memoria de María, pero no en la mía. A mis ojos David era sempiterno; David, convertido en ceniza y revuelto con la del olmo viejo; David, vencedor del olvido; David, compañero de mi infancia; David, amigo, amigo, amigo; David, gracias por esta flor tan bonita. David, solo él. Solo David.
David había sido el protagonista de mi primera vez; de la primera vez que había dejado ir, que me había limitado a seguir la vida como si no fuera conmigo, de la primera vez que, como la pequeña María, me había encargado de pasar por alto con una indiferencia casi meditada el dolor que produce la marcha de un amigo. Dejé ir. Una vez y otra. Con una pasividad aterradora, con el me da igual de las amenazas.
Solo muchísimos años después de todo lo acontecido logré desvelar el secreto de aquella historia. Fue un día de invierno mientras paseaba por lo alto de la colina. Sin darme cuenta tropecé con los pocos restos que aún quedaban del Árbol Caído y entre la hojarasca acumulada leí el epitafio de su tronco grabado por una mano de niña; tú, pequeño David, siempre vuelves.
Por María Fernández de la Cruz.