Hoy he vuelto allí, a Santa Marta. El domingo es abrasador. He atravesado la Plaza de la Virgen de los Reyes bajo un sol de justicia. Tras sortear los coches de caballos, he entrado a buscar las sombras de la plazoleta, ese pequeño espacio empedrado y sin salida que preside el crucero esculpido por Diego Alcaraz hace más de cuatro siglos. Me detengo al doblar la primera esquina. Sí, es posible que el mundo cambie en apenas unos metros. De repente, caigo en la cuenta de que en esta ciudad hay pájaros, de que el silencio existe. Me detengo, cierro los ojos; inspiro, expiro. Me escucho. Oigo unas voces, las reconozco. Son las de unos muchachos que juegan a las prendas con unas chicas de su edad. Están sentados en el borde del arriate de la plaza. Los veo, pero ellos a mí, no. Son muchos, diez o doce. Reconozco sus caras, se ríen.
Al instante, vuelve el silencio. Se escucha el rasgueo de una guitarra, y uno de ellos canta: «Tienes ya veinte años, cuerpo de ola, y tu madre no quiere que salgas sola». El muchacho que canta no tiene veinte años, sino doce, trece como mucho. Lleva un paquete de Ducados escondido bajo el calcetín, y un montón de caramelos pictolines para tomárselos de regreso a casa. Antes de las diez, porque el portero del bloque se va y sus padres opinan que aún no tiene edad para tener sus llaves. La canción termina, el muchacho busca los ojos de Rosa, una de las chicas que escuchaba. Los encuentra de manera fugaz, vuelven las prendas. «¿Quién te gusta?» «No está aquí», responde azorado el joven cantante. «Sí está aquí, lo sabemos, es Rosa». Aunque la tarde está avanzada y los naranjos encalados de la plaza sombrean las últimas luces, todos se ríen. El muchacho es incapaz de disimular su rubor. Y aún más cuando el mismo chivato anuncia a voz en grito que a Rosa también le gusta él.
La prenda es el beso, el primer beso.
Nota cómo el corazón se le sale bajo la camisa, un vacío recorre su garganta. La sangre corre en auxilio hacia el pecho, para tratar de controlar su galope desbocado. Todos le miran, menos Rosa. Todos ríen. No hay salida. O solo una. El muchacho la toma de la mano. Ella no se resiste, se levanta. Lo mira a él, sólo a él. Le sonríe, sólo a él. Caminan hacia al callejón, al lugar donde se cobran las prendas. El más listillo vuelve a hablar en voz alta, para que lo escuche: «Es su primera vez, nunca ha besado a una niña». Y vuelven las risas. «No es verdad», responde de inmediato entre taquicardias, quien sabe que sí que lo es.
Bajo el azulejo de San José y el niño, Rosa se apoyó en la pared encalada. Él la tomó por la cintura. Sus manos sudorosas notaron el frescor de la pared. El tacto la descascarilló algo. Algunas lascas se le introdujeron en las uñas. Unieron sus labios, los de él más ásperos y secos; dulces y carnosos los de Rosa. Son incapaces de escuchar la música de la guitarra. Nadie canta. Él sintió su lengua jugosa bajo la suya, en el paladar, recorriendo cada rincón de su boca. La atrajo hacia sí y ella acarició su espalda. Sus pechos eran grandes para tener tan sólo doce años, un cuerpo de ola. Escalofríos.
Igual que yo, aquel muchacho tenía los ojos cerrados. Los entreabrió para ver qué hacía Rosa. Ella no, ella los mantuvo entornados hasta que escuchó las bromas de los demás. «Luego, más», le susurró al oído. Taquicardia. Regresan con sus amigos entre aplausos. Vuelve el rubor a la cara del muchacho, que se introduce las manos en los bolsillos. Los pictolines se han hecho una masa, presionados hacia un lado del pantalón.
Abro los ojos. Unos turistas caminan hacia adentro de la plaza con ayuda del Google Maps. Los sigo. Ellos se sientan bajo el crucero de Alcaraz. Selfies. Yo me quedo bajo el arco, frente al carpintero y a su hijo. Escucho los pájaros, pienso en Rosa. Hace más de veinte años que no fumo, pero hubiera dado lo que fuera por un Ducados. ¿Existe aún el Ducados? Espero a que se vayan los guiris, pero una excursión de japoneses inunda la plaza tras una joven, banderita en ristre.
Me rindo. Otro día será. Me prometo volver a verla. Hace años trabajaba en la zapatería de El Corte Inglés. Me pregunto si aún seguiría allí o habrá sucumbido en una prejubilación. Me doy la vuelta y me fijo en el azulejo. Dos losetas antiguas han sido sustituidas por otras más modernas. Se nota.
Por Manuel Machuca.