A pesar de que durante el fin de semana nos hemos reído como hacía tiempo que no nos reíamos, ahora, cuando nos hemos montado en el coche y hemos cerrado las puertas, el ánimo de ambas se ha venido abajo y nos hemos quedado en silencio. El final está cada vez más cerca. Las dos lo sabemos. Conduce, querida.
Mientras el coche avanza, miro por la ventana las calles que hemos visto tantas veces, que han sido testigo de nuestros encuentros clandestinos. El lugar cambiaba, pero las calles son iguales en todos lados.
Conduce, querida, pienso. Pero no lo digo en voz alta. Una vez que aparquemos en el aeropuerto y cada una coja su avión, se acabó. Definitivamente y para siempre. Y lo que ahora quiero es que el tiempo se dilate.
Nuestra historia es extraña desde el punto de vista de lo que la gente suele llamar ‘normal’. Hemos sido amantes desde hace años. Desde antes de que las dos nos casáramos. Incluso desde antes de que conociéramos a nuestros maridos. Y, sin saber muy bien por qué, desde ese primer momento mantuvimos la relación a escondidas. No teníamos por qué, no había nadie a quien engañar, no nos importaba lo que otros pudieran pensar. Pero así había sido desde siempre. Quizás por sentir la excitación de mantener el secreto ante todo el mundo.
Conduce, querida, conduce. Los encuentros furtivos habían mantenido el motor de nuestras vidas en marcha. A pesar de las parejas, que acabaron en bodas por ambos lados, de los hijos, a pesar de la vida real, era cuando los cuerpos entraban en contacto cuando todo cobraba sentido. Y ahora se va a acabar, porque tiene que acabar. Por un lado está la sensación de que nuestras parejas no lo merecen. Por otro, una especie de miedo, de perpetua impresión de ser vigiladas, de que en el fondo todo el mundo sabe lo que hacemos.
Las dos permanecemos en silencio, mientras ella conduce. Tememos el adiós. La despedida más dura de la historia de las despedidas. Aunque también sabemos que, de algún modo, jamás nos separaremos. Las yemas de nuestros dedos tienen grabadas a fuego el recuerdo del tacto de la piel de la otra. Solo tenemos que cerrar los ojos y pensar en el cuerpo deseado para sentir su calor, su olor. Sabemos que la memoria de la piel nos mantendrá vivas en adelante. Porque no hay marcha atrás.
Los altavoces anuncian la salida inminente de mi vuelo. Seguimos en silencio, de pie, mirándonos, cogidas de las manos. No hemos cruzado una sola palabra desde que salimos del hotel. No hacía falta, no era necesario. Ambas nos giramos, en direcciones opuestas, pero nuestras manos tienen vida propia y no se quieren soltar. Cada una miramos en una dirección, una lágrima pugna por escapar de los ojos, pero logro reprimirla. Finalmente, el cerebro logra vencer y los pies empiezan a moverse. El cuerpo se aleja de su otra mitad, que permanece de espaldas, grabando aún más hondo de su memoria, el tacto de la piel que ya no volverá a tener ante sí.
Por Juan Antonio Hidalgo.
Me ha encantado tu relato, Juan Antonio. Muy bien escrito, con una repetición que da énfasis al texto y un momento con el que es fácil identificarse (aunque no se haya vivido).
Muchísimas gracias. Me alegra que te guste. Ya sabes que como autor somos los más críticos con nuestras cosas, y yo con este tenía dudas…