El día ha sido duro. Reunión tras reunión, en una ciudad que no es la suya y sin apenas tiempo para comer nada, cuando le han propuesto tomarse “una última cerveza” no ha aceptado. Arguye que está cansado, lo cual tiene más de verdad que de mentira, y se va al hotel.
Al entrar, la chica de la recepción lo recibe con educación, un saludo pronunciado con un profundo acento extranjero y una amplia y bella sonrisa. Mientras ella le habla, tomando los datos de su pasaporte, él trata de recordar. Cree haber visto antes aquella sonrisa, está seguro de ello, de haber oído esa voz, de conocerla de algo. Pero no recuerda en absoluto de qué.
Después de recoger la llave de la habitación, él, que todavía tiene tarea pendiente y acuerdos que cerrar antes de que acabe el día, se dirige al ascensor con la cabeza agachada y la mirada clavada en la pantalla de su teléfono. La visión periférica le indica que frente al elevador hay un bulto con forma de persona y, a medias por educación a medias por instinto, saluda. Una voz femenina, que tampoco lo ha visto a él, pues también tiene su vista fija en su smartphone, le devuelve el saludo.
Al oír el sonido de la puerta abriéndose, ambos entran sin siquiera mirarse. Ella estira la mano hacia la botonera y pulsa un botón. El ascensor arranca y tras sólo cinco segundos se detiene y todo queda a oscuras.
–Joder. ¿Qué ha pasado?
–No sé. Un apagón, supongo.
–¡¡Hola!! –grita– ¿Hay alguien ahí?
Tras unos segundos, oyen a la chica de recepción que, efectivamente, les confirma que ha habido un apagón en la zona y que están en ello. Unos minutos después, la chica vuelve con nueva información. Tardarán en arreglarlo un par de horas.
–Estén tranquilos, pasará rápido –les dice.
Aunque eso está por ver. Dentro del cubículo, los dos ocupantes, por propia iniciativa, deciden que sería más educado apagar el teléfono y hablar con el otro. A pesar de que no se vea absolutamente nada allí dentro.
–Es gracioso –dice él.
–¿El qué?
–Ni siquiera la vi al entrar, ni siquiera sé cómo es usted.
–Lo gracioso es que yo tampoco lo he visto.
–…¿Y bien?
–…¿Qué?
–¿Me dice cómo es usted?
–¿Importa?
–Bueno… la verdad es que no…
–Entonces, dejémoslo.
Los dos están sentados en el suelo, de cara a la puerta. Ella, de modo amistoso, le toca el brazo. Él quiere devolverle el gesto, pero al alargar la mano con lo que topa es con el pecho de ella. Trata de disculparse y tartamudea. Ella le dice que no pasa nada y se ríe. Entonces, él también se ríe. La mano de la chica palpa hasta que da con el pecho de su compañero y lo pellizca.
–Ojo por ojo –dice, y de nuevo, ríe.
Cuando quieren darse cuenta, se están besando, devorándose el uno al otro. Las lenguas se saborean y las manos recorren los cuerpos, desabrochan camisas, pantalones, arrancan ropa interior. El suelo se convierte en un muestrario de prendas y el cubículo oscuro se llena de jadeos y suspiros.
Él rodea con sus brazos el cuerpo desnudo de ella, sus manos se aferran al culo de la chica, y su boca se afana en abarcar el pequeño pecho de su compañera, mordisqueando el pezón a la mínima ocasión. En ese momento viene a su cabeza una imagen, la de la chica de recepción haciendo lo mismo que él está haciendo en ese mismo momento. Y, ahora sí, sabe de qué la conoce.
Quizás por el morbo de estar con un desconocido, quizás por la oscuridad, ambos se sienten más libres, más desinhibidos. Las manos no paran quietas; las caras se incrustan en los cuellos, en los pechos, en las espaldas; como si quisieran aprenderse de memoria el cuerpo del otro, el sabor del otro, el olor del otro. Es como una película porno terriblemente mal iluminada.
El último jadeo, el suspiro supremo, llega unos minutos después. Cuando recuperan el aire, se ayudan mutuamente a ponerse en pie, y se abrazan. Fuertemente, como si quisieran atravesarse. Rodeando con sus brazos el cuerpo del otro, con la cabeza apoyada en el hombro vecino, mirando hacia el frente. Entonces, la luz vuelve.
Ambos se precipitan al suelo a recoger sus ropas y se visten en unos pocos segundos, dándose la espalda. Cuando las puertas se abren nuevamente, él está abrochándose el último botón de su bragueta y ella baja hasta la cadera el chaleco, después de haber guardado el sujetador en el bolso. Nadie, salvo ellos dos, sabrá jamás lo ocurrido.
Los dos salen deprisa, sin mirar atrás, sin mirarse a la cara, mientras el chico de mantenimiento se enfada por el hecho de que ninguno le dé las gracias por haber solucionado el problema. Únicamente la chica de recepción nota el olor a sexo que emana del ascensor y no puede evitar que una sonrisa acuda a su rostro mientras se ruboriza.
Por Juan Antonio Hidalgo.