En el dentista y en los supermercados es siempre la misma hora. Hora de tubo fluorescente. En Belén la luz era cálida, naranjita, y las voces de los campanilleros nadaban en ella como por mares de almíbar. Aquí las voces de los altavoces se desploman sin atmósfera y los peces en el río suenan a lata de sardinas.
Camino despacio, deambulo. Intento no concentrarme en la blancura impertinente.
Al dentista solo fui una vez, muy de niña, y nunca he estado cerca de Jerusalén. No hace falta conocer mucho las cosas para hacerse ideas de ellas, yo, que fui solo una vez al dentista, tengo una idea perfectamente blanca y antiséptica de los guantes rechinando al untar flúor por las muelas. Igual sé que la Virgen no tuvo que soportar estas bombillas de laboratorio con olor a pescado y detergente, fluorescente rechinando por las muelas, por los ojos y por todas partes. Muy niña era también cuando montábamos –nosotros- el portal en la repisa del salón, una tabla de madera oscura que el resto del año valía de librería, por decirlo de alguna manera, pero que cuando llegaba el momento el niño Jesús, triunfante, nos recordaba –no solo a mí- para qué servía realmente.
En la calle de las especias siempre recupero esos pensamientos que me enternecen este año como me enternecieron el pasado y el siguiente. Sé que sería el sitio donde montaría el belén si viviera aquí dentro; los colores, pese a la impertinencia, son los de la tierra: ramas de olivo, arena, agua y barro. Madera oscura. Y aunque las baldas valiesen para sostener pegatinas con ofertas durante el resto del año, el romero derramado me recordaría para qué sirven realmente.
Afuera, al haber horas que van y vienen, se tuercen las cosas, las figuras se dispersan y los pronombres se encogen si la soledad los mira.
En los supermercados tampoco existen estaciones. No he estado nunca en el Ártico pero de oídas, igual que el naranjita del nacimiento, sé que allí pasa algo parecido. La luz alumbra turbia años enteros, y luego desaparece, y quizá has tenido cuatro hijos y todos han nacido a oscuras. Aquí la luz te quita el frío y el calor, y las fresas están igual de rojas todo el año. Podría decirse: Navidad y resto del año –las diferencias las sabe cualquiera-; y si alguien quisiera ir ahora al dentista puede que en alguna guirnalda descubra este mismo capricho.
Una niña –no es fea, es esta luz sin lástima- me mira y le pregunta a su madre si soy una pastora. La madre la arrastra hacia ella sin contestar y se esconden en la calle de los cereales. La niña, en el colegio, dibuja marrones a los pastores, los imagina sucios, malolientes –alcohol, nuez moscada, tomillo, pimienta, sudor- colorados, seguramente también imagina que cantan y que son buenos con los animales y con los niños que acaban de nacer. Escucho al caminar el tintineo de las monedas en mi bolsillo. La niña sabe que son del color de los pastores. No hace falta conocer mucho las cosas para hacerse idea de ellas.
Deambulo, la Navidad inunda el supermercado como las hojas el otoño. Pirámides orgullosas de polvorones, mazapanes, bombones brillantes acechan en cada giro. Eso sí que solo florece ahora, una especie de endemismo temporal… y dudo.
Jugueteo con las monedas, con los dedos las hago resonar como cascabelitos y al final las saco y sobre la palma extendida las cuento.
Fuera es invierno, la nieve no es antiséptica e impersonal como los tubos fluorescentes. Fría. El hielo escarba hasta el fondo de las médulas, y se cuela por los pensamientos aplastando todas las imágenes cálidas de belenes antiguos y pronombres amplios. El invierno es rígido y sí tiene horas oscuras, húmedas, las mantas se empapan de esas horas negras, se transforman en sacos gélidos que al menos pesan sobre el pecho y retienen la muerte. Y aun así, frente a las pirámides doradas que acechan, dudo.
Sigue siendo ninguna hora y los coros siguen desplomándose sin almíbar al que asirse, peces de latón.
Dejo el cartón de vino sobre la cinta transportadora.
-Nada más.
Vuelco las monedas sucias sobre la mano de la cajera, que se cuida de no rozarme. Las cuenta -no la culpo-, la niña seguramente imagina que los pastores son honrados -marrones, sí, sucios, sí, pero honrados- y la cajera respira aliviada cuando termina.
-Su ticket.
El viento, el silencio del mundo. Abro el vino, y como los peces de latón, sardina en lata, desplomada, bebo. Noto mi sangre -cristales de hielo- derretirse poco a poco. Las horas se retuercen, cae la noche. Me cubro con las mantas saco, de debajo de mi ropa, una tableta reluciente de turrón del duro y, para mí misma, susurro:
-Feliz Navidad.
Por Clara Jiménez.