He dormido en coches, por qué no decirlo. Tengo el sueño pesado incluso en doble fila. Solía entrar por la fuerza, al caer la noche, y a veces dejaba alguna caricia al marcharme. A muchos los encontré desamparados como hijos a las puertas del internado, otros estaban con las puertas abiertas o humillados con las ventanillas bajadas hasta las rodillas. Fue una materia de árida iniciación. Descubrí el milagro de un paquete de cigarrillos en la guantera, la necesidad de luto de la ropa interior femenina en el asiento trasero, la fruta madura de las imágenes de santos vestidos de carnaval y una gran cantidad de sobres manchados de dinero. Carne de otros, en definitiva, de la que alimentarse. Pocas mujeres he conocido más generosas.
Sin fechas concretas, pero siempre de madrugada, aparecía una luz fugaz y celeste –rápido, pide un deseo y guárdalo en lo profundo de mis bragas o no se cumplirá, no se cumplirá te lo juro por lo más sagrado, me decía ella como un cometa rozando la gran mejilla atmosférica-. Después recuerdo un rostro pulposo, como si alguien hubiera disparado un revolver en el interior de una sandía, con todas esa pepitas formando electrones y protones, y luego esa boca tan deformada en forma de cenicero que sólo pronunciaba malos consejos. Ese rostro palpitante me reconocía y me despertaba cada mañana con unos golpecitos en el cristal de la ventanilla. Nunca acudieron niños a despertarme. Quizás por eso huía de los coches que estaban demasiado limpios. Los ambientadores dejaban una resaca de mil zepelines zarpando.
Una mañana me desperté en un coche familiar que ya se había puesto en marcha. De repente se presentaba la perspectiva de un soleado día de playa. No se habían dado cuenta de mi presencia o tal vez se sintieran amenazados, o a lo mejor no les importaba demasiado. Conmigo en el asiento trasero viajaban dos niños: un muchacho hermético que alternaba una charla bastante monolítica sobre la mecánica de los coches de carreras con intervalos de contemplación de la ventanilla; una niñita, al otro lado, con un sombrero de vaquera y pistolas en el cinturón. El muchacho a veces me miraba y movía los labios aunque no decía nada audible. Los padres no se giraban a hablar con los niños ni para hablar entre ellos, sólo mandaban callar de vez en cuando aunque nadie hubiera alzado la voz. La chica disparaba el revólver contra las gaviotas de algún basurero cercano, a veces también me disparaba a la cara pero era como si me besara, para protegerme. Se detuvieron a poner unas flores en la carretera y en la siguiente gasolinera me escabullí del coche sin poder contener las náuseas.
Por Davor Bohórquez.