Tengo un vecino con parálisis cerebral que sale al balcón todas las mañanas a vernos pasar. Siempre me saluda con un chiste. El otro día me dijo:
-Un chico como yo está en su silla de ruedas en la puerta de su casa cuando ve pasar a una monja y le dice toda clase de obscenidades. La monja le contesta enfadada que por aquello Dios lo iba a castigar, a lo que el muchacho contesta: «¿Y qué va hacer?, ¿despeinarme?»
En ese momento pensé en Horacio Quiroga. Un escritor de culto, pero también popular. Su fama lo coloca como precursor de la narrativa latinoamericana moderna y lo incluye en todos los listados arbitrarios o académicos (entre los diez mejores cuentistas americanos, los veinte mundiales, los treinta universales, etcétera). Si uno sobrevuela su biografía, enseguida percibe su talento. Esa fama, además condimentada con su exótica forma de vida. Un escritor radicado en la selva de Misiones. Pero además, lejos de pasar necesidades, ostentaba un cargo diplomático. Si nos apresuramos al juicio, podemos decir: «Estamos ante un escritor consagrado y que tenía el estilo de vida que deseaba. ¿Acaso la suerte no es el resultado positivo ante un suceso poco probable?»
Pero Horacio Quiroga era un hombre con mala suerte. Sus contemporáneos susurraban de ello a sus espaldas. La gente es así de malpensada.
(Abro un paréntesis para recomendar toda su obra, desde Cuentos de la selva hasta Cuentos de amor, de locura y de muerte).
El tiempo es cruel. Ya lo dice el filósofo y actor Pedro Paiva: «Tiempo, asesino que matas huyendo». Su perversa maquinaria se aplica a la realidad de forma despiadada. Muchos episodios de humor son posibles gracias al paso del tiempo. Contamos una anécdota graciosa y ésta aumenta su eficacia cuanto más enojosa es para su protagonista. «Se me cayó el móvil al váter» adquiere un gran valor si lo cuenta el protagonista, pero también si el váter acaba de ser usado por el mismo. Un tropiezo. Una caída. Los chistes sobre la ignorancia de una comunidad. Los límites del humor le hacen caricias a las tragedias ajenas. Horacio nos tienta a esa cruel situación. La gente es así de malpensada. Además simplifica la vida de los demás y la estigmatiza. Basta una imagen equivocada en los medios para reducirnos en forma cruel. Si hablamos de humor negro en redes sociales nos viene a la cabeza el nombre de Zapata. El tiempo, despiadado, permitirá hacer chistes horribles sobre otro hecho doloroso para quien lo sufrió.
Pero volviendo a Quiroga, podríamos bromear con sus pequeñas desdichas: haber nacido en el departamento uruguayo de Salto (como Luis Suárez y Edinson Cavanni) y no haber jugado jamás al fútbol, o que aparezca en todos sitios catalogado como «el gran cuentista argentino». Si no tuviera la mitad de mi familia en Argentina, tendría que regodearme en la costumbre porteña de apropiarse de todo talento cercano al Río de la Plata, como pasó con Carlos Gardel. Un vergonzoso momento patriótico (revelaría que soy uruguayo) y desviaría el eje central de este pequeño artículo, que pretende ser un homenaje más que un panfleto de protesta ante mis hermanos y vecinos. Lo cierto es que al analizar la vida del genial escritor (hay quien lo señala como el Edgar Allan Poe latinoamericano), ésta se va plagando de episodios que a medida que se van sucediendo la transforman en una película de cine de catástrofe.
Ya que mencionamos al séptimo arte, luchar por un lugar como el primer crítico de cine o no poder vivir para siempre en la selva de Misiones no fueron sus principales problemas. Casi no se me ocurre el dolor que le podría causar un divorcio, un desamor, incluso la distancia con sus hijos. Sobre todo, luego de saber que presenció la muerte de su padre. Éste bajaba de una embarcación cuando se tropezó y se dio un disparo con su propia escopeta. Fueron testigos del accidente su madre y el pequeño Horacio. Por suerte, tiempo después su madre volvió a casarse con Ascencio Barcos (noten la sutileza del guionista en el apellido del padrastro). Fue muy bueno para el niño, hasta que en 1896 le dio un derrame cerebral. Le afectó al punto tal que se suicidó con un disparo, con la puntería (ironías aparte) de ser encontrado por el hijastro. O sea, antes de desarrollarse vio morir de forma violenta a sus dos principales figuras masculinas (soy todo oídos, psicólogos argentinos).
En 1899 Quiroga fundó en su pueblo natal la Revista de Salto, pero la publicación fracasó. Pienso como ustedes, después de esa infancia… no le debe haber importado mucho (si es que así funciona nuestra escala de los éxitos). Ojalá pudiéramos contar que, a partir de entonces, lo más grave que le pasó fue irse a París, a vivir la bohemia del escritor y volver arruinado.
En 1901, una vez que volvió de su fracaso francés, fue recibido por sus amigos escritores y fundaron el consistorio del Gay Saber (una tertulia de poesía experimental). Aumentemos la sensación de empatía suponiendo que Horacio era un buen tipo. Una y otra vez sus amigos estaban allí. Uno de sus mejores colegas, el poeta Federico Ferrando, había recibido una crítica horrible y retó a duelo al periodista. Quiroga intentó convencerlo de que olvidara el episodio y al no lograrlo se ofreció para darle un breve curso de armas de fuego (lo dicho, estamos hablando de un buen tipo). Explicándole cómo se cargaba la pistola le dio un balazo en la cara a su amigo. Es tan cruel que no da gracia ni cien años después.
En 1908 se fue a vivir a la selva, se casó y tuvo dos hijos. Antes de que digan «menos mal, pobre tipo», recuerden de qué va este artículo: su esposa cayó en una profunda depresión y se suicidó tomando veneno.
Nuestro admirado Horacio, todo corazón, se vuelve a enamorar y tiene otra hija. Un aplauso para el poeta y sus ganas de vivir. Pero una prostatitis le amarga la existencia, se divorcia, se queda sin trabajo (era cónsul en Misiones). Estamos en 1932, y no sé ustedes pero ya estoy agotado. Y eso que no quise señalar que cuando volvió de Francia sus hermanos murieron de fiebre tifoidea. Es lo que tiene la realidad cuando se pone barroca, no hay fantasía que la supere.
¿De verdad creyeron que una prostatitis sería suficiente para nuestro amigo? Claro que no. Era un cáncer de próstata, inoperable, doloroso. Por lo que decidió planear su suicidio asistido. Se preguntarán quién lo asistió. Su último gran amigo, un hombre que el mismo escritor rescató de la miseria. Era Vicente Batistessa, conocido como «el hombre elefante», ya que sufría la misma enfermedad que el célebre Josep Merrick . El 19 de febrero de 1937 Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos después.
Antes de que respiren tranquilos y aprecien la buena suerte en la vida que llevan les agrego:
Eglé Quiroga, hija mayor de Horacio, se suicidó también. Su amigo Leopoldo Lugones se suicidó un año después por motivos amorosos. Finalmente, su hijo varón, Darío, se suicidó en un arranque de desesperación (que pudo haber consistido perfectamente en recordar la vida de su padre) en el año 1951.
Una cosa más. Horacio Quiroga, quizás un poco gafe, pero un encanto de persona, fue amigo y amante de la gran Alfonsina Storni. Sería cruel achacarle que poco después de su suicidio ésta se arrojara al mar, pero la gente es así de malpensada.
Por Joaquín Dholdan.