ROMA, SIGLO I A.C.
El poeta se recreaba en sus escritos. Sus dedos llenos de tinta negra guiaban la pluma por el pergamino. La letra irregular se asemejaba a sus sentimientos. En las descripciones se deleitaba, acariciando su cuerpo y redondeando sus curvas. Se la imaginaba y rememoraba sus besos. Sus caricias en el lecho prohibido.
Escribía de sus besos, y las sensaciones de la velada pasada volvían a invadirle. El vello se le erizaba y el aliento se perdía en sus propios escritos. Estaba tan enamorado.
Un punto y final terminó con el poema, y sin perder un solo instante Catulo tomó su capa y salió al frío de un mediodía de un invierno especialmente crudo.
Mirara a donde mirase, había criados que iban a hacer la compra al mercado y pobres diablos que mendigaban por las esquinas. Pero Catulo miraba sin ver pues en su mente tan sólo tenía ya a su amada Clodia.
Elevó su mirada al cielo. Ya casi era la hora acordada. Correteando entre callejones Catulo se alejaba del centro de la ciudad y con ello, de las miradas que, cotillas, lo perseguían incansables.
Giró una última esquina y se apostó en la callejuela que se abría. Aquel lugar donde nunca a nadie se le hubiese ocurrido mirar por lo insólito. Su escondrijo.
Se bajó la capucha y esperó releyendo el pergamino, que llevaba guardado entre los pliegues de la toga.
Unos pasos ligeros lo alertaron de la llegada de alguien, una chica probablemente, por la ligereza de sus movimientos. Tenía que ser ella. Apostado y pegado a la pared esperó su llegada, y ésta no tardó en llegar.
Allí estaba, encapuchada, y sin embargo ella. Sus formas no se le resistían y nunca la hubiera confundido con otra.
Ella se arrojó a sus brazos y él la tomó con toda naturalidad. Ella, Clodia, Lesbia, siempre la misma. Siempre ella. Sus brazos la acunaban, adaptándose a su cuerpo, como si estuvieran destinados a portarla a ella y a ninguna otra. Le parecía todo tan sencillo.
Un beso anhelante. Y otro. Y otro más. Cientos de besos dulces por lo prohibido de su deseo.
—Te he escrito algo—, le susurró él al oído, separándola a medias con suavidad. Tomó nuevamente el poema, manoseado ya.
—Cántamelo—, pidió ella.
Vivamos, Lesbia mía, y amémonos,
y las murmuraciones de los viejos puritanos
nos importen todas un bledo.
El sol puede salir, y renacer,
nosotros, nada más muera esta breve luz,
dormiremos una noche perpetua.
Dame mil besos, luego cien,
luego otros mil, después cien más,
todavía otros mil, y luego cien.
Y, al fin, cuando contemos muchos miles,
confundamos la cuenta para no saber el total,
y para que ningún malvado pueda desearnos mal
al saber que los besos han sido tantos.
—Dame mil besos. Y cien más. Ven esta noche a casa. Estaré sola esperando. Quiero que yazcamos juntos.
—Hoy y otros mil días. Pienso publicarlo. No, no te asustes. No sabrán quién eres pues no te llamo Clodia. Ya sabes que para mí siempre serás Lesbia. Mi Lesbia.
Y se besaron. Una vez. Y otra. Y otras cien más. Y otras mil. Y luego tres.
Por Carmen Arjona.
Me encantan los guiños que intercalas en tu escrito y que te bases en uno de mis poemas favoritos. Un estilo muy sugerente y directo, de una inmediatez deslumbrante … Disfrutable y disfrutado. Lo único que lamento es no haberlo leído antes.