A mis amigos de la barriada del Rocío, en Dos Hermanas,
por hablarme de su barrio hasta la saciedad.
Tu calma reside en tu barrio de siete calles. Quizás no la del peluquero que enumera constantemente las cabezas necesarias para mantener el negocio; quizás no la del maestro que llega en metro al colegio, al que se le encaran algunos padres y alumnos como si fuera un árbitro tarjetero; quizás no la del inmigrante, ávido de la visión de un bosque tropical. Pero la tuya sí respira en esas calles, porque en los paseos que procuras que salpiquen la vorágine semanal no hay lugar para objetivos mínimos por cumplir ni para horas máximas trabajadas.
¿Qué contiene el barrio? ¿Cuál es su ritmo cardiaco? ¿Qué atributos mágicos se encuentran, capaces de proporcionar un alimento vital que no hallas en otros lugares?
Sencillo.
Un bar con camarero de palabrería escasa que sirve una cerveza de temperatura exacta levantando una ceja que significa «me alegro de verte».
Una frutería que huele a frutas.
Un denso silencio de siestas en julio, un petardeo anárquico de fines de año.
Una lejanía apropiada respecto al centro de la gran ciudad, de tal manera que su rugido sólo es un rumor de tambores de una guerra ajena.
Una plaza de ancianos que enseñan a esperar a todo el que lo desea.
Un bullicio tempranero de persianas alzadas.
Una selva de antenas, fácil de espiar desde cualquier azotea, como si se tratara del bello perfil de esa persona prohibida.
Una panadería que huele a pan.
Una brisa de olivos antiguos, presentes como fantasmas caprichosos.
Unas sillas que duermen en la calle durante las noches estivales.
Una costumbre de formar corros de charlas en cada esquina.
Unos balcones coloreados de flores.
Unas banderas de pantalones y camisas.
Unos resplandores cruzados de televisores.
Unas jaulas de canarios furiosos.
Un reguero de niños que vaivenean del colegio.
Unos barrenderos que lanzan los buenos días mientras rascan.
Unas ollas exprés que advierten la cercanía del almuerzo.
Y contiene a tu familia, figuras eternas que siempre transitarán por las siete calles de tu imaginario. Corretean por las aceras, se asoman a las ventanas, salen de la pescadería con bolsas en las manos, bajan a tirar la basura, acuden con prisas a la farmacia, aparcan el coche en el único hueco de la calle, bailan en la verbena, ríen con la vecindad, juegan al dominó en la peña y aguardan turno en el columpio.
Cuando ellos no estén, el barrio seguirá. Cuando tú no estés, el barrio seguirá. Y cuando esto último suceda, ya arrancado un puñado de calendarios, es muy probable que gente del barrio te nombre en algún momento y rememore tu vida en una conversación de medio minuto. Valora, por tanto, si eso mismo podría ocurrir en esa urbanización de adosados con piscina comunitaria y pistas de pádel, cuyos planos has extendido sobre la mesa, valora lo que merece la pena, valora la posición de la balanza.
Confiesa. Ni siquiera te importa el vocerío callejero a deshoras, la basura olvidada de algún solar, las jeringuillas semienterradas de tu infancia, los excrementos perrunos a discreción, el olvido secular del ayuntamiento, el retraso del autobús, algún que otro alunizaje, las alcantarillas atascadas en los días de tormenta, el vecino gritón del segundo, el reggaetón punzante del primero, los 75 metros cuadrados sin trastero, las humedades no aseguradas de la pared, el tubo de escape trucao, el condón usado del parque. No te importa nada de eso, porque quieres continuar pisando esas siete calles durante muchos años. Sería buena señal. Todo iría bien.
Que le den al Borne, a Malasaña y a la Alameda de Hércules.
Fin.
Por José Pedro García Parejo.