Si ustedes quieren, yo les cuento; pero luego no tergiversen mis palabras, no pongan en mi boca frases ajenas, las suyas o las de otros. Porque la gente es muy mala (no me pidan detalles que no vienen al caso), y todos, sin excepción, quieren hacer daño o sacar provecho, pronto, ahora o más tarde. No me tiren de la lengua o después se arrepentirán. Quedan advertidos, aunque parece que esto tampoco les importa.
Yo no le pedí participar: fue él quien vino a mí, como todos, y me rogó. No sea mala: hablo de los directores, aunque también vale para los hombres en general. Cuatro matrimonios, querida, usted sabe sumar y lee los ecos de sociedad de los periódicos, y nunca con el mismo marido: dejo esa repetición vulgar para las otras, que carecen de imaginación, de astucia y de valor.
Les decía: vino a mí, ilusionado y desesperado, el pobrecito, porque sabía, como yo misma supe al leer por primera vez aquel estúpido guión de sainete, que la película no valdría nada a menos que contara con una estrella, y aun así. Parafraseando a la Swanson, como usted bien recuerda, sí, podría decir que son las películas las que se han hecho pequeñas. Muy pequeñas, querido: es usted incorregible, y lo adoro.
Reconozco que me hice de rogar, cómo me conocen. Además, ellos quieren que me haga de rogar: forma parte del juego de la seducción, aunque nadie lo reconozca; y yo nunca he tenido miedo a las apuestas ni a los órdagos. Sé perder, y no me gusta, así que hago todo lo posible por ganar. Creo que me explico con suficiente claridad.
Más de treinta años de profesión, y siempre mi nombre el primero en el cartel. Porque ¿qué tenemos los artistas además de nuestro nombre? La cara envejece, el cuerpo se ablanda; todo el aspecto empeora. Sólo nos queda el nombre, y hay que lucirlo con elegancia. Malos momentos también hubo, no voy a negarlo porque faltaría a la verdad; sin embargo, siempre, me oyen bien, siempre he resurgido, y no precisamente gracias a ellos.
Acepté y él se deshizo en elogios, en lágrimas, no paró de besarme las manos, arrodillado a mis pies. Ahí donde lo ven ―cuidado: nos está mirando― nuestro hombrecillo del momento es puro líquido, una sustancia babosa que empalaga, pringa y ensucia. Menudo espectáculo me dio en privado: bochornoso, patético y, lo peor de todo, de mala calidad; me encanta recordarlo, por supuesto.
¿Continúo? Si quieren, me callo. Pero no quieren; disfrutan mucho con los chismes y el descubrimiento de las vergüenzas, sobre todo cuando no tratan de ustedes. No se rían tan alto o acabará por enterarse. Dice usted que yo no podría callar para siempre, como esa tal Vogler: no la conozco y su silencio obstinado, en caso de que esa mujer imposible de la que habla exista y sea de carne y hueso, mortal como todos nosotros, me parece un disparate, otra manera infantil de llamar la atención.
Como les iba diciendo, acepté, pero impuse mis condiciones, que fueron duras. El muy cretino pensaba que iba a ponérselo fácil porque era debutante, un ridículo diamante en bruto, y yo no estaba atravesando mi mejor momento. Insisto, aunque no demasiado porque no quiero aburrirles con cifras: más de treinta años de profesión y siempre arriba, volando alto, volando libre. Y por méritos propios, de ésos y de los otros, cariño; no soy una santa. Y usted tampoco, a pesar de sus remilgos.
Ya han visto la película. Los críticos van a despedazarlo. A mí no me importa: se lo ha buscado él solito; pensaba que las rosas brotarían a su paso, que él era el único con ideas y grandes proyectos. Les confesaré un secreto, por si todavía no lo saben: aquí no valen las ideas, ni siquiera el talento, que está sobrevalorado, y los grandes proyectos no los decide una, sino al revés. A menos que una sea yo, ya me comprenden.
Si son capaces de decir algo bueno de esta aberración de película más allá de mi interpretación, ahora es el momento. Empiezo la cuenta atrás. ¿Callan? No me extraña, de verdad que no. No, por favor, no me adulen. No me aplaudan. No hace falta. Está bien, un poquito nada más. Otra vez usted y sus ocurrencias: habla del club de fans de Glenda y de la traición de la Hayworth. Créame que no lo entiendo, pero me halaga. Es usted incorregible; no se ruborice, que ya no tiene edad. Yo tampoco, por supuesto, pero diga un número y quítele diez si quiere que sigamos llevándonos bien. Lo digo en serio.
Un momento; ahí viene nuestro querido director, la estrella del día dispuesto a gozar de sus cinco minutos. No se escandalicen. No bromeen. No lo critiquen: podrían hacerlo llorar. Finjan. Mientan. Hagan lo posible por agradarlo ―saben muy bien a qué me refiero― porque tal vez me equivoque: mi carrera y mi prestigio final también están en juego. Mi nombre. Sonrían. Yo voy corriendo hacia él con los brazos muy abiertos. Nos besaremos en los labios y guiñaremos los ojos debido a la tormenta de los flashes de las cámaras de fotos. Prepárense para la escena. Cinco y acción.
Por Fernando García Maroto.