Faltaban unos días para el comienzo de las clases y ya tenía una reunión. El director del instituto me explicó que era un caso especial y, como jefe de estudios, debía recibir a unos padres.
Miraba la lista con los nombres de los chicos y chicas. Nombres sin rostro. Repasé los apellidos escritos por orden alfabético, recién impreso con tinta negra. Los leí un par de veces buscando nombres graciosos. Siempre hay uno. Era el último: Pablo Zerpa Tito («Ser patito», pobre, no lo van a dejar en paz). En el aula vacía suena el recuerdo de las risas de los otros.
Llegué a la ciudad cuando tenía doce años. Recuerdo que entré al aula y me senté en el fondo. Una imagen típica. La profesora empieza a pasar lista:
Amorín
(Presente)
Bacca
(Aquí)
Camacho
(Yo)
Me daba curiosidad lo que debía suceder cuando alguien faltaba. Siempre había alguien, un listillo, que avisaba: «No está» o gritaba «¡Ausente!».
Cuando estaba por llegar a mi letra me puse tenso. Siempre me puso tenso la lista. Creo que me venía de una maestra que nos leía la lista con el aula en silencio y de pie, y que por llegar tarde o no decir «Presente», alto y claro, te echaba de clase ante la burla ajena y la vergüenza propia. Pero pasó todo el alfabeto y no me nombró. Comenzó la clase y me quedé en silencio. Fue una sensación extraña. Me sentí invisible. Era parecido a no estar. A la hora del recreo fui y le dije «No estoy en la lista». Me preguntó el nombre y lo escribió con un lápiz al final. Esa situación provisional se mantuvo todo el curso. Al final de todos los nombre estaba el mío, descolgado. A pesar de mi edad, creía notar cierto fastidio cuando cada mañana la profesora veía que todavía no había resuelto mi lugar en la lista. Con el paso de las horas lo olvidaba. Era un gesto sutil, decía los nombres y, cuando llegaba el último, había otro, que debía estar en lo alto de la lista, pero estaba allí, escrito a lápiz. A veces me miraba un segundo, me parecía que le sobraba. Y quizás fuera cosa mía pero no recuerdo que me haya dirigido la palabra en todos aquellos meses. Cuando formaba grupos de estudio yo quedaba desubicado, mi letra no coincidía con mi posición y la propia clase comenzó a marginarme. Sinceramente, la situación, lejos de angustiarme, me hacía sentir bien. La prefería. Nunca pasaba al pizarrón, nadie me molestaba. Vivía en un mundo paralelo, lleno de tranquilidad y silencio.
Estaba pensando en ese lugar de calma, cuando entraron los padres que esperaba.
Me dijeron que buscara en la lista al alumno «José Antonio Martínez Gómez». Repasé los apellidos, estaba justo en la mitad. La pareja era un poco mayor que yo, la mujer tenía el pelo corto y blanco, me hicieron acordar a un grupo que me gustaba de joven, Roxette, creo que se llamaba. Entonces me explicaron que su hijo estaba en proceso de cambio de género, que no tenía nada de varón salvo el nombre oficial, un último vestigio de una situación que estaban resolviendo paso a paso. Pensé que «José Antonio» había sido un ser afortunado, quizás había nacido en el cuerpo equivocado, pero lo cierto era que estaba en la familia correcta.
Escribí su verdadero nombre con lápiz, al final de la lista, luego de «Ser patito».
«Ángela Martínez Gómez».
Los primeros días cuando pasaba la lista de forma automática, si por descuido nombraba a un tal «José Antonio Martínez», y el listillo oficial gritaba «Ausente», había un segundo de silencio, una pausa imperceptible. Cuando llegaba al final y Ángela decía «Aquí», con su voz limpia y dulce, yo sonreía, aliviado.
Por Joaquín Dholdan.
Muy bien. Me gusta cómo reflejas esa situación provisional del alumno apuntado a lápiz. Yo mismo he sido el que ha apuntado esos nombres al final de la lista (soy profe) y también he sufrido esa invisibilidad, como interino, cuando tenía que firmar bajo otro nombre o al final de la lista junto a mi nombre escrito también a lápiz.