El azar no existe y la suerte es solo un cálculo de probabilidades. Para ganar es primordial conocer las reglas de la estadística. Las casas de apuestas lo saben bien. Su negocio depende de ello. Así, cuando decidieron derramar su maná de millones sobre los equipos para que empataran a cero, sabían lo que hacían. Sabían que ese dinero retornaría multiplicado por diez, por cien, por mil. El truco está tan a la vista, resulta tan evidente, es tan simple, que pasa desapercibido. Se apuesta a ganar, si se empata, el dinero es para la banca. Así de sencillo.
Yo lo supe. Repasé los resultados y descubrí que en los últimos años los empates a cero se habían incrementado en torno a un treinta por ciento coincidiendo con la expansión del juego online. Se alegó que aquello era fruto del estilo de juego imperante, al tacticismo, al miedo a no perder, y qué sé yo, a un montón de razones que a mí no me convencían. Debía de haber algo más. Y lo encontré.
Una noticia breve aparecida en la quinta página de un diario deportivo, apenas unas líneas, contaba que el presidente de un equipo de primera había sido retenido durante unas horas por la policía al encontrar en su coche, cuando iba camino del aeropuerto, un maletín repleto de dinero. Después de unas pesquisas, que llevaron a considerar que el dinero provenía de negocios lícitos y personales, lo soltaron. Como aquello me olió mal desde el principio, solicité una entrevista con el presidente. En el periódico para el que trabajo no dije nada de mis verdaderas intenciones y, para que me dejaran hacerla, mentí diciendo que pretendía tratar con él acerca la marcha del equipo y de sus planes de futuro al frente del club. Mi objetivo en realidad era otro muy distinto. En el transcurso de la conversación pretendía dejar caer alguna pregunta sobre el tema del dinero y ver la reacción que le provocaba. Pasaron unos cuantos días sin saber nada, el asunto del maletín parecía olvidado y, cuando yo ya daba casi por segura su negativa a recibirme, me la concedió. Al parecer el tipo aquel me leía y hasta iba diciendo por ahí que le caía bien y que le gustaba mi estilo.
La entrevista, a celebrar en su despacho, quedó fijada para las ocho de la tarde de un martes. No me gustaba ni el día ni la hora. Empecé a temer que, por unas causas o por otras, acabara por cancelarse. Por eso cuando, sobre las cinco y media de aquel día, me llamó su secretaria para confirmarme que el encuentro seguía en pie, me alegré. Sin precipitarme, pero con una ligera ansiedad impropia de mí y de mis años, recogí mis cosas de la redacción, saqué del pub en el que estaba bebiendo güisqui e intentando ligar con una camarera a Charli, el fotógrafo que me tenía que acompañar, y nos dirigimos los dos al barrio de rascacielos que hay al norte de la capital en donde, en uno de ellos, estaban las oficinas del club.
Cuando llegamos, todo parecía desolado. Los barrios de oficinas a esa hora semejan los decorados de una película de terror en la que la humanidad se ha extinguido y solo quedan los edificios en pie como testigos fríos y mudos de la hecatombe. A la entrada, una pareja de vigilantes, armados hasta los dientes, con chalecos antibalas y empuñando armas automáticas, nos recibió con cara de pocos amigos. No querían dejarnos pasar y nos costó convencerlos de que teníamos que ir a las oficinas para hablar con el presidente que nos esperaba. Me extrañó que, estando programada, no los hubieran avisado de nuestra visita. Hicieron unas llamadas, hablaron con alquien a través de unos enormes walkie-talkies que parecían del ejercito y, tras tenernos esperando unos minutos, nos dejaron subir. Aún tiemblo al pensar que nuestras vidas, sin ser conscientes de ello, en aquellos momentos habían estado pendientes de un hilo. No acabo de entender cómo no nos dieron el pasaporte allí mismo. Sea como fuere, finalmente cruzamos el vestíbulo, nos dirigimos hacia los ascensores y subimos a la planta en la que se encontraban las oficinas.
Al abrirse las puertas, el silencio era total. “¡ La hostia puta…!”, gritó Charli de pronto y cuando lo miré, sin comprender porqué gritaba, vi que ya llevaba la cámara pegada al ojo y cómo, a la carrera, entraba en las oficinas sin dejar de disparar con ella. Un charco de sangre salía de detrás de una especie de mostrador. Al otro lado, una mujer joven yacía muerta. Charli la rodeaba, se agachaba y, como poseído, no dejaba de sacar fotos del cadáver. Continué hacia el interior. Allí me encontré con una carnicería mayor. La jefa de prensa del club y uno de los directivos, a los que yo conocía, habían sido asesinados sobre unos sillones de piel en la antesala del despacho del presidente. La puerta del despacho estaba cerrada. Algo del otro lado impedía abrirla. Empujé con todas mis fuerzas. Un cuerpo caído la bloqueaba. Conseguí desplazarlo unos centímetros y por una rendija pude acceder al interior. Al presidente lo habían asesinado de un único disparo en la frente. Seguía sentado en su sillón, tenía la cabeza ladeada a la derecha y los ojos abiertos aún de par en par. La sangre salpicaba la pared de detrás. Vomité. Llegó Charli. No paraba de hacer fotos. Una y otra vez se escuchaba el clic de la cámara. A mí, en cambio, el horror me tenía paralizado. De pronto, con una especie de estertor último que indicaba la falta de batería, cesó el sonido de la cámara y, al apartarla de su cara, como si hasta entonces no hubiera sido consciente de lo que había pasado, Charli también se puso a vomitar y pude ver la entrepierna de su pantalón cómo, poco a poco, empezaba a cambiar de color. Se estaba meando encima.
Como os podeis imaginar tuvimos que declarar ante la policía. Éramos los primeros testigos que habían llegado a la escena de un quíntuple crimen. Nos interrogaron a fondo y nos confiscaron la cámara. Menos mal que Charli, después de la vomitona, tuvo valor para tragarse una pequeña memoria SD con copia de las fotos. El material era buenísimo, de primera. Charli es un as cuando se trata de fotografiar a muertos. Fue una verdadera lástima que no nos dejaran publicarlas.
Durante unos días toda la atención del país se volcó en lo que había sucedido. Se trató de encontrar los motivos de aquello. Decían que se debía al clima exarcebado de rivalidad al que se había llegado entre los equipos, a lo apretado que estaba el campeonato, que podría tratarse incluso de un crimen pasional o una venganza de honor. Cada medio de comunicación sumaba su granito de arena a la ceremonia de la confusión en la que se había convertido el caso.
Yo era el único que sabía la verdad. Cuando aparté el cuerpo de la secretaria para entrar en el despacho pisé algo que, al principio, me parecieron cristales, pero me fijé y no, era un collar, una larga y fina cadena plateada que le rodeaba el cuello. Me agaché y lo examiné bien. En uno de los extremos del collar, pendía un corazón. Se había abierto en dos mitades y mostraba en su interior, medio escondida, una pequeña memoria USB. Se lo quité, cerré el corazón y me puse yo el colgante. Me pareció increíble que los policías que durante horas me estuvieron interogando no se dieran cuenta de que aquello, por su aspecto, era imposible que fuera mío.
Ya a salvo, en casa, unos tres mil documentos pasaron en un abrir y cerrar de ojos de la memoria USB al disco duro de mi portátil. Correos, facturas, informes, números de cuenta, registro de llamadas…, todo estaba allí. Me llevó algún tiempo relacionar la información pero descubrí que las casas de apuestas llevaban bastante tiempo engrasando el negocio. A cambio de un porcentaje, liquidado semanalmente, los equipos debían empatar a cero. El presidente al que eliminaron había amenazado con revelar el secreto si no se le aumentaba el porcentaje. Aquel maletín con dinero que le encontraron fue la última comisión que llegó a cobrar.
Lo que se creía que era el feo estilo de juego de una época especialmente aburrida, se debía en cambio a una estrategia predeterminada fomentada desde las directivas de los equipos a cambio de sumas elevadas de dinero. Todos ganaban excepto el espectáculo y los millones de abnegados apostantes que, con su ignorancia, contribuían al amaño.
¿Que si entregué las pruebas a la policía? No, para qué. Me gustó más la historia que montaron. La verdad oficial atribuyó el crimen a mafias del este. Sí, una justificación socorrida en aquellos tiempos. Como cuando los médicos no dan con lo que tienes y culpan a un supuesto virus de lo mal que te sientes, a la policía le sucede algo parecido. Si no consiguen encontrar a los responsables de un quíntuple crimen, pues se lo adjudican a unas supuestas mafias salidas de vaya usted a saber dónde. Caso resuelto.
En el periódico no se publicó nada. El departamento jurídico lo impidió. Dijo que nos podrían caer todas las querellas del mundo y llevarnos directos al cierre. La dirección y toda la redacción, excepto yo, claro, apoyaron que se echara tierra sobre el asunto. Os preguntaréis qué hice con el collar y el corazón aquel. Aún los conservo, les he cogido cariño. Otro día os mostraré una foto.
Ah, se me olvidaba, dejé la información deportiva. Ahora trabajo en otra sección más tranquila del periódico. Estoy al frente de las necrológicas. Todo un detalle de mi director, colocarme ahí, sí. Charli abandonó el periódico y va por libre. Creo que anda en una de esas guerras de ahora, donde no le faltan muertos. Según tengo entendido, ya no se mea encima.
FIN.
Por Ricardo Muñoz Carrión.