A Hortensia le fascinaban las flores, de hecho, su nombre lo era, y el de su madre, Jacinta, el de su abuela, Violeta y, así, peldaño a peldaño en su árbol genealógico.
Gervasio, su novio de quince años, le solía regalar, si el amor tomaba sendas reminiscentes, unas rosas rojas por aquello del pasado y la nostalgia, si la pasión descendía por los aspectos propios de la apatía y el exceso de tiempo juntos, se limitaba a traerle un ramillete de margaritas que, por cierto, las tenía a mano en un descampado cercano a la casa de su madre. Era bastante deprimente todo ese asunto de construir sobre lo demolido, apuntalando la relación con recortes de ilusión, banalidades y horas vacías. La vida de los dos era así, un continuo y agonizante punto y final, donde el final no llegaba. A Hortensia, que, además de gustarle las flores y tenerlas por todos los rincones de la casa familiar, también le gustaba echar alcohol en las viejas heridas, tenía siempre en la boca un reproche para Gervasio. Le decía: «No te gastas nada en esas floruchas que me traes. ¿Qué te cuesta lucirte un poco? A la hija de Prudencia le ha regalado su novio una orquídea, como te digo». Y así, aniversario tras aniversario, navidad tras navidad, y los días de en medio que se acordaba, le soltaba la misma cantinela, que si esta tiene una orquídea, o que ya podías ser más espléndido, Gerva. Y le daba un besito de aire en la mejilla.
A Gervasio, un catorce de febrero, del año justo en que cumplían quince como novios, le dio el dolor de la voz de Hortensia en las sienes y pensó «este año o nunca, Gerva, tienes que hacerlo y dejar de escuchar su retahíla por más tiempo. Qué mujer más pesada, por dios». Esa mañana, antes de que se despertara su madre, que también tenía lo suyo, Gervasio se fue a la floristería del centro de la ciudad, sabía que esas flores eran singulares, muy hermosas, voluptuosas y de variados colores, y que en su barrio no las encontraría. Se subió al circular, tardó como treinta minutos en llegar y, cuando la floristería estaba a punto de abrir, ya estaba plantado en la puerta. El hombre que llevaba el negocio era también como una flor, suave, delicado, vestido con elegancia y estilo, de maneras y ademanes sofisticados. Le enseñó todas las orquídeas que tenía ese día tan especial en la tienda. Le explicó los significados de cada color y el precio que variaba según una serie de criterios que Gervasio no comprendió. Para fastidiar a Hortensia, pensó en regalarle la orquídea amarilla, el amarillo era el color más odiado de su novia y además el significado de ese color era el amor erótico, todo lo contrario a lo que ella le daba.
Resuelto, pagó al hombre-flor y salió satisfecho. Tomó de nuevo el circular y se presentó en casa de Hortensia. Nada más abrir la puerta y ver entre las manos de su hombre el ramo perfectamente envuelto en papel de seda con un lazo enorme rojo, Hortensia se echó a llorar. Aún no se había percatado del color o eso le pareció a Gervasio. Ella, apresurada, le quitó de las manos toda aquella belleza y corrió a contárselo a su madre. Las escuchó primero gritar de alegría, luego hablar en susurros y después salir como dos locas a rebanar a Gervasio.
-Hombre de dios, que el amarillo es un color muy feo, y eso del significado, ¿no te has dado cuenta de que representa al amor carnal?-lo increpó Jacinta, la madre de Hortensia.
Él la miró de reojo, se la traía al fresco absolutamente. Por dentro pensaba que por fin lo dejarían en paz. El día pasó, el color pareció dar paso a un amor repentino de Hortensia por la flor y todo volvió a su cauce. Días después, Jacinta estaba en el jardín regando las plantas, la orquídea crecía a una velocidad increíble, los pétalos, suntuosos, sobresalían del tiesto y pedían a gritos ser replantados. No se lo pensó dos veces y transplantó la flor a una maceta enorme que ocupaba casi la mitad del terreno, relegando a otras bellezas a lugares más pequeños y aislados. Hortensia estaba como loca con el regalo, sin embargo, esa misma ceguera no la dejó ver que cada vez había menos plantas alrededor de la orquídea. Habían ido desapareciendo los geranios y los helechos, un tomatero, algunos cactus… Al tiempo que ellos se evaporaban, la exuberancia de la flor se hacía más y más llamativa, el color había pasado de un amarillo simplón a un dorado precioso que dolía si lo mirabas mucho rato. Gervasio, cuando iba a recogerla las tardes de primavera, la avisaba de lo excepcional de la situación. «No sé, Horte, pero esto no es muy normal, las flores crecen, pero ese tamaño y ese grosor de los pétalos me parecen desproporcionados».
Llegó el verano y, con él, el sopor de los días. La orquídea no podía ser trasplantada a sitios mayores, a su alrededor no había quedado ni una sola de sus compañeras, tampoco había lo que por otro lado sería normal, insectos, rastros de seres vivos. Solo ella, majestuosa y soberbia, lucía en el jardín. Una de esas veces que Gerva iba a visitar a Horte, vio que en el jardín no quedaba nada. Ni siquiera la orquídea decoraba el lugar. Las puertas de la casa estaban cerradas, tanto la principal como una pequeña en el lateral que daba al lavadero. Por más que llamó y llamó, no logró arrancar un sonido del interior. Se quedó largo rato esperando en la escalera, hasta que se hizo de noche y tuvo que regresar a casa para no intranquilizar a su madre. El que realmente estaba nervioso era él, que no tenía noticias de su novia desde hacía ya una semana. Cada día pasaba por allí y nada. Silencio, cortinas echadas y puertas cerradas.
La situación fue insostenible al cabo de dos semanas. No podía con su alma. Los hábitos suelen rascar en el fondo de nosotros y sacar a flote hasta sentimientos que no sabíamos dónde los habíamos puesto, y resultaba que quería a Hortensia, pese a su carácter avinagrado y su niñería. No tuvo que llamar a la policía para dar el aviso. Ellos lo llamaron a él.
De madrugada, casi despuntando el día, se presentó allí.
-¿Gervasio? Es usted el novio de la más joven, ¿verdad?̶- le preguntó el comisario.
-Sí, ¿qué ha pasado?
-No sabemos, ha llegado el forense y aún no puedo darle datos.
-Pero,… ¿puedo entrar? ¿El forense? No le entiendo.
Se abrió paso como pudo, a pesar de los esfuerzos de los agentes para que no lo hiciera.
En el salón, estaban los cuerpos de la madre y la hija, inmóviles, sin ojos y en avanzado estado de putrefacción. Las bocas aparecían muy abiertas, despavoridas, y las manos se habían quedado agarradas a una nada como queriendo asirse a un algo, atrapar un no sé qué.
A un lado, enorme, casi se diría que monstruosa, estaba la orquídea, más viva que nunca. A Gerva le impresionó el olor que desprendía, un aroma que le era muy familiar y creyó incluso que la planta tenía corazón y órganos, como un ser humano.
Puede ser que todo se debiera al estado de shock y que el pobre Gerva elucubrara con una idea que era del todo improbable… o no.
Por Marissa Greco Sanabria.