Para superar la rutina en la que había caído mi matrimonio tras doce
años de convivencia, decidí hacerme pasar por otra persona y
convertirme en el amante de mi esposa sin que ella lo supiera.
Le procuré a mi impostor una personalidad perfecta basada en los
gustos personales de mi mujer y en las conclusiones extraídas en las
discusiones de esos doce años.
El primer contacto lo realicé por teléfono móvil fingiendo haberme
equivocado al marcar un número que, por designios del destino, acabó
siendo el suyo. Poco a poco fui aumentando la frecuencia de los
mensajes y rehuyendo como podía la cada vez más ansiada llamada
telefónica.
Los mensajes dejaron paso a los emails y a las cartas, donde podía
desarrollar sin restricciones el carácter y forma de ser de su media
naranja perfecta.
La presencia de una tercera persona no tardó en hacerse notar en mi
matrimonio y a las ya poco frecuentes relaciones sexuales se vino a
sumar un continuo clima de hastío del que no me preocupé lo más
mínimo por ser yo la causa y la consecuencia.
A los tres meses decidí dar un paso más y concertar una cita en un
restaurante minuciosamente elegido con apariencia azarosa. Mi mujer
accedió encantada.
Tras superar unos iniciales momentos de turbación en los que atribuyó
mi presencia en el local al haber descubierto su secreto, logré
presentarme como ese amante perfecto que ella reclamaba y que
dejaba atrás al insípido marido que había convertido su vida en una
ordenada sucesión de días donde el miércoles se diferenciaba apenas
del domingo.
Volvimos a casa más enamorados que nunca e hicimos el amor con la
pasión de una noche de bodas. Tres meses más tarde encontré una
nota al despertar: me dejaba para volver con su antiguo marido.
Por Pablo Poó Gallardo.
Arcipreste de Hita 2.0
Jajaja, un poco de don Melón sí que tiene.