Y allí sigue, en silencio, acumulando polvo, junto al proyector de cine, el barco pirata y la nave espacial. A veces nos llegamos a verlo, sobre todo cuando se acerca alguna fecha especial como la noche de Navidad. La verdad es que nos gustaría ir también en su cumpleaños, pero fue hace ya tanto tiempo que nadie con vida recuerda la fecha exacta. Los niños se adentran temerosos en el desván y los mayores, que ya pasamos por eso en nuestra infancia, les agarramos la mano con firmeza y les decimos con ternura: «Tranquilo, cariño, es solo el cuerpo incorrupto de tu abuelo.»
En la casa conservamos su dentadura postiza, una de las más significativas obras de arte en marfil del periodo posterior a que los negreros, arruinados por la última revuelta en la que libertos y cadáveres se repartieron a partes iguales, abolieran la trata humana para centrarse en la caza de elefantes que, si bien más violentos y mastodónticos que los negros desvaídos que llegaban apenas con un hilo de vida a nuestras costas, carecían de conciencia.
La dentadura, como poseída por la fuerza vital sobrehumana que caracterizó al abuelo durante toda su vida, permanecía férreamente mordida a un trozo de turrón duro del que no quiso desprenderse nunca.
Doña Lupita, la turronera, acudió rauda a la casa cuando la avisaron alarmados por la imposibilidad de arrancar el turrón de la dentadura del abuelo, delante de cuya casa se había formado espontáneamente una fila donde los hombres más fuertes del pueblo aguardaban su turno para intentar separar los dientes de marfil del turrón duro de Lupita.
En la tienda quedaron a medio amasar las harinas, sobre las que acababa de verter el primer medio litro de agua colada de lluvia; las almendras, recién peladas y espolvoreadas con una fina capa de azúcar glas y el aceite, recién puesto sobre un hornillo que, a la postre, fue el que provocó el incendio.
Pero nadie pudo desvincular aquella dentadura de aquel trozo de turrón, el último que cocinara doña Lupita.
Llegados a este punto, las posibilidades se nos antojaban prácticamente infinitas. La infancia del abuelo, ocurriera cuando ocurriese, hubo de ser fascinante. En algunas de las cuevas más altas del marquesado aún se encontraban huellas plasmadas en barro que concordaban, ajustando las variaciones de tamaño propias de la edad, con las suyas propias.
También estaba el episodio de la llegada del color y de cómo el abuelo alineó los cuatro buques mercantes durante la tormenta que destruyó el puerto para que no sufrieran daño alguno y luego, repartiendo el contenido de sus bodegas en barriles ordenados por tonos decrecientes, fue asignando a cada objeto, a cada ser vivo y a cada realidad el color que le correspondía y, sin el cual, nadie imaginaría el mundo tal como es.
O el día en que nos robaron sigilosamente el lenguaje mientras dormíamos y tuvimos que enseñar a hablar a nuestras manos, a nuestros ojos y a nuestro cuerpo entero mientras el abuelo, encerrado en su biblioteca, iba diseñando un nuevo idioma donde lo que nos rodeaba dejó de connotarse por sus cualidades físicas.
Entonces aprendimos a mirar más allá y nuestra lengua se volvió más deseable aún; así que fletamos un barco para que el abuelo viajara por el mundo y la enseñara a todas las gentes. Sus noticias llegaron antes que él mismo, escritas en idiomas distintos pero extrañamente comprensibles para nosotros: «Es la mano del abuelo, ¿la reconocéis?».
Al volver lo hizo acompañado de toda una flota que lo había adoptado como su propio abuelo, cuando siempre había sido el nuestro, y durante siete días escuchamos sus historias, bebimos su vino y bailamos sus danzas. Cuando partieron, un sentimiento de orfandad se apoderó de nuestros corazones y, para expulsarlo, comenzamos a dibujar símbolos en tablillas que representaban los sonidos que emitíamos por la boca.
Las tablillas las metimos en botellas, que flotaban, y las arrojamos al mar siempre que la marea empezaba a bajar a media tarde, que fue cuando se fueron, porque así pensábamos que seguirían el mismo camino que la flota que vino acompañada del abuelo.
Pero Pablo no podía continuar y así nos lo hizo saber. Habían sido dos años muy duros y su cabeza no daba más de sí. Estaba lo del doctorado y todas esas horas leyendo documentos del siglo XVII. También las oposiciones, para las que se pegó tantas horas sentado que una dolencia lumbar, disfrazada de síndrome degenerativo, comenzaba a minarle el ánimo. Luego estaba el trabajo, pero a sus frustraciones ya estaba acostumbrado, así que, siguiendo sus consejos, no nos preocupamos demasiado. Sin embargo, lo peor era escribir y escribir y que todo le pareciera basura.
– Leo mucho, os lo juro -nos dijo-. Al menos leo todo lo que puedo, también necesito ratos para no hacer nada. Casi todo lo que leo me gusta y, si puedo confesároslo, no encuentro grandes dificultades técnicas en escritos de figuras relevantes de la historia de la Literatura.
No nos tomábamos como muestra de altivez sus palabras, creíamos que lo conocíamos lo suficiente, aunque, si lo pensábamos con detenimiento, era el único escritor que habíamos conocido. Nunca habíamos vivido en otro relato que no fuera el suyo, así que, en el fondo, teníamos las manos bastante atadas.
Como quiera que pasaba el tiempo y Pablo seguía a lo suyo y nuestra historia no avanzaba, decidimos hacer otro intento y pedirle que terminara el relato.
– Esa es otra -dijo mientras resoplaba-. Me he metido en un lío enorme con el abuelo. Al principio la historia me pareció que tenía fuerza suficiente como para terminarla sin problemas; pero, una vez que me he metido, me temo que no sé cómo resolverla.
En el fondo era miedo: estaba leyendo a García Márquez y se había puesto el listón demasiado alto. ¿Realismo mágico en España? ¡Venga ya, Pablo! Además estaba ese otro, Millás, que no se le iba de la cabeza ni del estilo.
Intuyendo un resquicio de debilidad planeamos un último acercamiento.
– Pablo, sabes que nos tienes que entregar para mediados de diciembre, ¿no?
El gesto que profirió nos revelaba que la idea había sido mala; malísima. Le tenía cariño a sus editores. No se veían mucho porque Pablo vivía en Granada, pero cuando absolutamente nadie apostaba por él, ellos fueron los primeros que le dijeron que les gustaba lo que escribía.
– Siempre les desvío los temas, me van a mandar al carajo.
Recuerdo el momento en que nos comentó que el tema del mes era «turrón del duro».
– ¿De ahí ha nacido nuestro abuelo?
No nos podíamos imaginar un origen tan cotidiano para lo que teníamos asumido como una cosmogonía.
– ¿Qué queréis? Turrón duro, dentadura pegada… ¡Un abuelo!
Indignados con la revelación decidimos organizar una huelga, pero Pablo no la autorizó porque no estábamos constituidos como sindicato, así que muchos optaron por huir a otros relatos.
Al cabo de una semana solo quedábamos Lupita, el recuerdo del abuelo, el turrón mordido por la dentadura y yo, que no tenía previsto abandonar hasta que el relato se hundiera definitivamente conmigo.
– Bueno, pues ya está.
– ¿Ya? ¿Así nos vas a dejar?
– No está mal, ¿no? Míralo por el lado positivo: no habéis muerto, me valéis para otros relatos.
– ¿Es un hasta luego, entonces?
– Sí, eres un narrador de puta madre.
– Al menos, ¿te acordarás de nosotros cuando, en Navidad, comas turrón duro?
– Por supuesto, sobre todo de Lupita.
– Te da las gracias por no haberla abrasado.
– Nada hombre. Solo una última cosa.
– Dime.
– Soy más del blando.
Por Pablo Poó Gallardo.