El General Brento era uno de los hombres más influyentes y poderosos de toda la costa este. Era un país que había disfrutado de una gran riqueza en el pasado, gracias a sus fuentes petrolíferas, de las que se apoderaron unos pocos líderes políticos, que a su vez tuvieron que hacer frente a invasiones extranjeras que perseguían el mismo propósito. Brento tenía bajo su cargo a un ejército militar que obedecía sus órdenes, al mismo tiempo que disponía de contactos en una amplia red mafiosa y de traficantes. El país se sumía en la pobreza y su gente sacrificaba la vida por cruzar el mar ilegalmente hasta el otro continente, a más de mil kilómetros de distancia. Al clima desértico se sumaban la escasez recursos y un dictador que reprimía cada vez más a su pueblo.
Era el mismo Brento el que, a espaldas del dictador, decidía quién cruzaba al otro lado y quién no. Recibía sobornos en forma de dinero, drogas, mujeres y otros servicios más indecorosos de los interesados en llegar al otro lado, y que iba incluyendo en una lista. La lista la comprendían aquellas personas que él consideraba que más ganancias le habían aportado. La llamaban «la lista nakhee», que en lengua aborigen significa «los que se van a ir». Cada cierto tiempo, uno de los hombres del General se encargaba de informar a aquellos que habían sido elegidos sobre el día, hora y lugar del embarque, que solía cambiar para no levantar sospechas. La famosa lista era bien conocida por los habitantes y no se hablaba de otra cosa cuando corría la voz de que el General estaba recibiendo más recursos que de costumbre.
A Isabel Solís no le hacía falta que le dijeran que figuraba en la lista, pues el mismo General Brento se lo había asegurado una de las muchas noches que habían pasado juntos los últimos meses. De escasos recursos económicos, como la mayoría de la nación, Isabel era una mujer aún joven, de tez morena y ojos almendrados, que veía pasar los años esperando que su país saliera de aquel régimen dictatorial.
Al principio lo hacía por interés propio, como último recurso para salir del país; pero luego comenzó a cogerle cariño a aquel hombre que, a pesar de su apariencia autoritaria, escondía a una persona a quien el poder había dejado agotado, que la hacía reír con sus historias de militar y con quien se desahogaba contándole sus preocupaciones. Le confesó la tristeza que le hacía sentir la situación de su gente y cómo había recurrido a la lista como medida para rescatar a unos pocos del sistema; sistema para el que trabajaba y del que ni él mismo podía liberarse.
El día indicado por Brento, Isabel se presentó en el lugar acordado justo antes del amanecer, donde un guardia y un pequeño grupo de ciudadanos ya habían puesto en marcha el plan de huida.
– ¿Nombre? – preguntó el guardia.
– Isabel Solís –respondió. Aquel hombre comprobó la lista varias veces.
– Tu nombre no está en la lista –gruñó con el ceño fruncido.
-¿Cómo que no está en la lista? Tiene que ser un error. Sé que tengo que estar ahí. –El miedo se empezó a apoderar de su voz.
– No está –espetó. El pequeño grupo de nakhees comenzaba a impacientarse, viendo que el sol salía.
– Por favor, compruébelo, es muy importante. Hable con el General si es preciso –dijo nerviosa. Empezó a imaginar lo peor, que el General la había traicionado.
– Déjala ir. –La voz del General se oyó tras ellos.
Isabel se giró sorprendida y al mirarlo vio en su rostro una expresión de tristeza. Le sonrió, hizo un gesto con la cabeza y descendió hasta donde la esperaba el barco. Cuando el grupo zarpó, se dio cuenta de que el General Brento seguía observándola desde lo alto de la colina. Nunca supo por qué no la incluyó en la lista, tal y como le había prometido, ni por qué cambió de opinión más tarde y acudió a despedirla. Esperaba que la lista siguiera en funcionamiento para que al menos unos pocos se libraran del régimen. Lo que no sabía es que en cierto modo había engañado al General, pues en el barco ella contaba por dos.
Por Sonia Macías.