«Ojalá pase algo que te borre de pronto/ una luz cegadora, un disparo de nieve/ ojalá por lo menos que me lleve la muerte».
Al fondo, donde el salón bosteza, se le escucha tararear la canción. Parece que buscase la salida y, sin encontrarla, se hubiera quedado atrapado en alguno de los agujeros negros de esa casa y de esa nostalgia suya que no se puede sacudir. Se para, de pronto, como si tuviera una premonición, por una sombra en las retinas y en el cuerpo, no suenan sus pasos cortos y rápidos, de un lado a otro. Se hace el silencio ancho y grande, como de infinito. Y ya, otra vez relampaguea su silueta al final del pasillo. El instante de la muerte debe ser algo parecido. Un segundo de quietud, una eternidad metida en la brevedad de un pestañeo, de un suspiro, de una palabra que quedó entre los dientes.
Ama sobre todas las cosas lo intemporal de su hogar, la sensación de ingravidez, la mano que nada más llegar se le posa en la espalda y se mueve al ritmo del viejo mantra de la memoria, donde acude el que fue: el hijo, el padre, el hombre que ahora descuenta atardeceres.
«Menos mal que se quedaron en aquel armario del salón los discos de mi vida», se dice. Que no se los llevó el arrebato de días que llegaron atravesados ni el destino que lo estropea todo. Menos mal que estaban llamados a estar y ser mientras fuera y estuviera él como dueño de esa casa.
Son todos primeras ediciones, como este que suena perfecto en el tocadiscos, Al final de este viaje, de Silvio Rodríguez, un rebelde romántico. O un romántico rebelde, quién sabe lo que surgió primero. Porque el amor no pasa de moda, ni las ideas, piensa cuando escucha esta canción y sabe su historia, la de ese primer amor del cubano, una tal Emilia, que se marchó y lo dejó solo frente al desamparo y su guitarra y que en un estado de frenesí se le desataron los deseos; ojalá esto, ojalá aquello.
Silvio, Franz, Frida (algo de ella había en él y algo de él vivía en ella), Vincent, Gabriel, Julio, tantos… ellos no se han ido, puede que, en ocasiones, fueran menos urgentes en su vida, según el momento y las circunstancias, aunque los mismos, un vínculo de lealtad inquebrantable se creó con ellos cuando comenzó a amarlos.
Sus pequeños dioses humanos ahora más que nunca lo acompañan. Ha de dejar su casa en unos días. Los hijos empiezan a mandar en su vida. Sin embargo, todo lo que pueda llevarse, se lo llevará, es a lo único a lo que no piensa renunciar. O eso le gusta creer.
El coro se va despidiendo:
«Para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones…»
Por Marissa Greco Sanabria.
Estupendo Marisa. Fuerte, compacto, profundo y, por tanto, demoledor también.