Siempre se había hecho propósitos de año nuevo que nunca había cumplido y que había olvidado tras la primera semana, para recordarlos sistemáticamente cada nuevo treinta de diciembre. Entonces se repetía a sí mismo “Este año, sí”. Pero no. Al final, ese año tampoco.
Eran los típicos propósitos que todo el mundo se hacía. Perder peso. Hacer ejercicio. Dejar de fumar. Aprender inglés. Leer más. Ir a más conciertos. Aprender cosas. Enamorarse… Pero llegando las navidades se daba cuenta de que estaba un poco más gordo; que no era capaz de subir dos pisos sin perder el aliento; que su cenicero siempre tenía más colillas de la cuenta; que no entendía nada cuando un turista perdido por su ciudad le decía “Excuse me, could you help me?”; que ni había comprado un solo libro, ni había pisado la biblioteca; que toda la música que escuchaba se reducía a la que ponía el conductor del autobús; que no sólo no sabía nada nuevo, sino que también había olvidado cosas; que seguía solo, sin nadie que le abrazara, que le saludara cuando volvía a casa, que le felicitase por su cumpleaños…
Así que ese año se propuso realmente hacerse propósitos que sí pudiera cumplir. Siguiendo la máxima del ‘si no puedes con tu enemigo…’, se dijo que, ya que no era capaz de mejorar su vida, disfrutaría destrozando la de los demás. Evidentemente, no pensaba ir dando palizas por ahí. Ni siquiera insultando. No pensaba enfadarse. Quería disfrutar con ello. Por ejemplo, esperaría a que una de estas parejas que van por las casas difundiendo “la palabra del señor” (deseaba con todas sus fuerzas que fuesen chicas jóvenes, o señoras mayores, o una pareja mixta con un miembro de cada uno de estos sectores), y a las que tantas veces había dado largas, apareciera por allí para, por el telefonillo, decirles que sí, que estaba encantado e invitarlas a pasar. Cuando ellas llegaran arriba, les abriría completamente desnudo y, con una enorme sonrisa, les diría “Pasen, pasen”. Esperaría su negativa, su “Bueno, si está ocupado podemos volver en otro momento”, para acercarse a ellas y agarrarlas del brazo o echárselo por los hombros y decirles Nno, no qué va, si estoy muy interesado… quiero que me lo expliquen… pónganse cómodas”. Y tirar de ellas para dentro de la casa, sin perder en ningún momento la sonrisa, sin forzarlas. Y ver sus caras desencajadas, el terror en sus rostro… y verlas correr despavoridas escaleras abajo…
Sí. Eso haría.
Han pasado tres meses y medio. Contra todo pronóstico, él no ha olvidado su propósito. Ella va con su tía, la solterona, acercándose irremediablemente a su casa. Su madre la obligó a acompañarla como castigo por su comportamiento un tanto, digamos, descocado. Llegan al portal. En el segundo timbre al que llaman tienen suerte y, tras decirle a la voz quiénes son y cuáles son sus intenciones, nuestro protagonista les dice que sí, que está encantado, muy interesado. La puerta zumba, ellas abren y suben las escaleras.
Por Juan Antonio Hidalgo