Con las primeras lluvias van llegando las primeras humedades. Con ellas, esas manchas pardas que se posan en el techo, jodidas intrusas, que parecen querer fastidiarme. Lo mismo veo un corazón partido en dos que el perfil de un hombre elegante. No hago nada ni pienso nada que no esté confundido contigo, como el narrador omnisciente que sabe todo y está en todo y se siente abatido pero no puede hacer nada que cambie eso.
Con estas primeras lluvias del invierno me duelen las verdades porque fue en enero que volviste después de tu éxodo y de una ausencia semejante a la muerte, y porque también en ese invierno de agua premonitoria se me calaron los huesos de amor. Fueron muchos los años en los que no te vi, veinte para ser exactos, pero el día en que me buscaste y me preguntaste si te recordaba, la distancia de esas décadas sin saberte, se tornaron unas pocas horas, me reconocí en tus recuerdos y en la belleza que me describiste. No supe hasta entonces lo que es añorar a alguien. No era yo la que lo hacía, sino tú. Hasta que te vi.
Una tarde fría, después de todos los después, nos encontramos. Yo te vi desde la ventana. Estabas de espaldas, sentado frente a la barra, con la cabeza rapada y el cuello, tu cuello, destapado, inocente, inmortal: se me enredó al vientre, fue un instante de nada, como el aliento de un fantasma, pero quedó impreso a mí y fue a parar a mi segundo chakra, el sagrado. Esa sorpresa me dio vértigo. Me giré y entré en el bar con la predisposición de quien tiene poco que decir, prisa, cosas que hacer, una vida importante y ajetreada que te pudiera dejar con la boca abierta. Pero, obviamente no fue así. Mi envoltorio sucumbió a tu voz e inexorablemente me enganche a ti.
Estuvimos juntos ese día, muy juntos, pegados. No pasaron muchas horas antes de que tus labios tropezaran sabiamente con los míos. Y, aunque nunca los había probado, me parecieron tan míos, tan esperándolos, me sentí tan sedienta y tan trastornada, que mi boca te los buscaba como el borracho aprieta el vaso de vino. Luego de ese día todos los que vinieron me parecieron diferentes a los que había vivido, con esa cosa cursi que se dice, de cómo pude vivir antes de que estuvieras tú. ¡Qué simpleza y a la vez qué verdad más grande me atravesaba entera!
Las semanas pasaron por mi piel como tus dedos. No tenía frío ninguno de aquellos días, a pesar de estar a cinco grados y de tener una pésima circulación.Toda yo estaba abrigada. De ahí pasamos a las confidencias, a los compromisos, a pedirte que dejaras a tu mujer para venirte conmigo, a soñar con que lo harías porque suponía en mí ese poder. Una de esas tardes de amor en el sofá te levantaste como un resorte. Tu teléfono sonaba como nunca o eso me pareció.
-Claro que sí, voy para allá en una hora. Yo también.
No quise escuchar el tono en el que le hablabas a esa otra persona. Para mis adentros imaginé que era tu mujer, un ogro que se interponía entre nosotros y abría un abismo los fines de semana, las horas que compartías con ella y no conmigo, lo que ella tenía y tendría y yo no, todas esas paranoias que atormentan a las almas enamoradas.
Volviste con una sonrisa fingida que obvié e intenté reconducir nuestro encuentro por el camino más corto; besarte aquí, acariciarte allá y desasirte el nudo que te agobiaba. Pero no estabas de humor. Me soltaste de la nada un discurso sobre la integridad, que tenías que irte y cumplir con tus labores como padre y marido, que te robaba tiempo y espacio, que no tenía derecho. Que si me creía importante, no lo era. Yo me veo ahora tragando saliva y tacos que probablemente querían salir de mi, también me veo acongojada y hecha una piltrafa en mi sofá verde, sorbiendo los mocos del invierno.
Y lo lograste, después de la charleta y tu exaltación moral, cogiste la puerta y te largaste. No me llamaste ni me buscaste más. Y menos mal que no lo hiciste, porque cuando fui capaz de reorganizar mi mundo interior y reunir fuerzas para limpiar los huecos que habías dejado de moho en mi corazón aguado, volví a reconstruir la historia en mi cabeza y la imagen vino clara entonces a mi mente. El día del bar, en el mismo momento en que ponía un pie en el suelo para acercarme a ti, mis ojos miopes creyeron ver mi nombre subrayado en tu trasnochada libreta de olvidos y quehaceres. Le dibujaste una estrella roja al lado antes de guardarla y desplegar tus encantos. Quizá no había solo olvidos o demoras en aquella lista, sino agravios, venganzas, apuestas, víctimas… y yo un desafío más entre bolis de colores, como la chincheta en la foto del convicto o la cruz en la frente del bautizado o el proyectil en medio del pecho. ¡Quién sabe!
Además recordé también que ese día recibiste una llamada de un tal Carlos. Te hacía reír a carcajadas y dijiste algo así como: “Dicho y hecho, Carlos. Como tenía que ser”. Aún no me había vuelto desquiciada por tu juego de lengua como para preguntarte por ese diálogo, para cuando me di cuenta, estaba encandilada a tu cuello, y no lo recordé hasta ahora que el agua anega mis tripas, como cada enero desde entonces, haciendo que las humedades salgan por todo lo que soy, desde el techo hasta la punta de mis dedos.
Por Marissa Greco Sanabria.
Muy bueno. Me gusta el ritmo, la historia y las comparaciones.
Pablo, gracias por tu tiempo y tus comentarios. Un abrazo.