Como el reclamo de un almuédano, se derrama la advertencia del neopadre: «¡Es el reflejo de Moro el único miedo que voy a permitir!». Y esto es así porque ante el único temor no aprendido, el único inevitable, a un hombre sólo le resta asistir resignado, como el que oye el huracán en la lejanía mientras se cerciora de que puertas y ventanas están aseguradas, se sirve un whisky y se acomoda en el sofá.
Como el agua salada que vaivenea en la playa, el neopadre pretende empapar los cerebros, aún arenosos, de sus hijos, y despliega una lista para ello: «Contemplad el tránsito de una bandada de pájaros, haced el ángel sobre hierba fresca, deshojad una margarita una vez cada ocho días, dibujad con el dedo el contorno de un sol de ocaso, buscad el morro húmedo de un perro en los tobillos, enumerad las hormigas de una hilera, asombraos —¡oh, mira!— ante un ciempiés, imitad al chimpancé frente a un niño, esperad el brinco de una ardilla de una rama a otra, pegad la cara al acuario y remedad al pez con los labios. Haced de todo eso pedazos de vuestra rutina, y difícilmente os alcanzará el miedo».
El neopadre podría atreverse a excavar más profundo: «Procurad que siempre exista alguien que os toque la espalda para ofrecer una copa llena». Pero el asunto supondría explicar la intervención de personas de carne y hueso en sus existencias de adultos, y ése es un tema que enmaraña las ideas, que funde las luces, tan complejo, tan arduo, más propicio para un tiempo venidero, para otros niños con mentes más endurecidas, incluso para un padre con más experiencia en los bolsillos. Basta de consejos por hoy.
Como una estrella a distancia sideral, la voz del padre primerizo titila, porque el futuro es inmenso, una pradera gaucha repleta de reses, y eso produce el vértigo necesario para respetarlo. Sin embargo, sus palabras mantienen aún el equilibrio sobre la cuerda, y musita la insistencia con la ilusión de que algo germine: «Recordad que es el reflejo de Moro el único miedo que voy a permitir».
Y, mientras la advertencia resbala por las paredes de un dormitorio Disney, los acuna entre sus brazos de neopadre aguardando sus sueños, en mitad de la noche opaca de un día cualquiera de unos años primeros de unas vidas apenas estrenadas.
Por José Pedro García Parejo.