Esto pasó hace tiempo. Era un sábado por la tarde. Septiembre u octubre. Puede que noviembre. Te esperaba tomando un café, rodeado de gente anónima a la que no conocía.
Te vi caminar. Sonreíste y te acercaste a besarme. No puedo recordar cómo ibas vestida, pero puedo recordar tu pelo y tus ojos. Si fuera poeta, diría que tu cabello revuelto, desordenado, era tormentoso, indómito. Que en tus ojos asomaba una luz, como un faro que me salvaba de un rumbo peligroso hacia una costa abrupta. Recuerdo también el color: marrones. Aunque no soy capaz de dar con el tomo. No eran color miel; tampoco chocolate. Eran más bien como el color marrón de la salsa de mole con veinticuatro especias de un mejicano.
Pero no soy poeta.
Lo siguiente que recuerdo es como nos arrancábamos la ropa, dejándola caer en el suelo de la habitación de una pensión de mala muerte. Si tuviera una alma poética, diría que tus curvas eran como las dunas de un desierto; que el sabor de tu cuerpo era salado como el mar; que tus uñas rojas sobre mi cuerpo parecían manchas de sangre fresca en la escena de un crimen. Que tu piel tenía el color de la leche de almendras.
Pero no tengo una alma poética.
Era temprano por la noche; justo terminaba de anochecer. Desde la habitación no se veían estrellas, pero en las luces de la ciudad, en las de los coches y las farolas, había constelaciones y estrellas fugaces. Bajo estas luces conté las pecas de tu cuerpo. 85. Quizá las pistas de un secreto, como en esos libros de dibujos para niños en los que se unen los puntos. O puede que los trazos del mapa de John Long Silver que lleva al tesoro. Quizá podría haber escrito palabras sobre tu piel resiguiendo las pecas, pero se me escurrían por entre los dedos mientras intentaba mantener el equilibrio sobre la cabeza de una aguja.
Y es que no tengo las palabras de un poeta.
No recuerdo mucho más; nuestra historia no duró mucho. Pero a veces, si pienso en un número, en dos cifras, 85 es el que sigue acudiendo a mi cabeza.
Desde esa tarde vivo los días pasados, uno tras otro, sin preocuparme por el futuro. Así que mañana, pase lo que pase, no habrá pasado nada. Así puedo recordarte como se mira a la lluvia o a un cuchillo afilado. Como se miran ese tipo de cosas que pueden o no ponerte triste o simplemente herirte y matarte.
Por Roger Mesegué.