Toca el botón del portero automático. Piensas que quizá vas demasiado elegante para planear un robo. El día del banco consideraste apropiados un pantalón vaquero, una camiseta de Iron Maiden y unas deportivas. Ahora es turno para un trabajo fino: la National Gallery. Pega la boca al porterillo y di: “Volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien”. El portón de hierro forjado hace clac. Empuja. Abandona la tediosa callecita de Bloomsbury; un autobús de turistas extenuados surge de vez en cuando entre los tilos, camino de los hoteles de la zona. Robar un museo es como la primera cena con los suegros: nunca sabes si te has excedido con el rimmel. Antes de emprender las escaleras hacia el apartamento dedica un segundo a comprobar el carmín de tus labios en el espejo del vestíbulo.
—Es una pintura horrible —Lutgardo, jefe de la banda. Moreno, felino y trajeado. Presume de ser vástago de un pelotudo videlista—, pero nos va a regalar unos años de Moët & Chandon —y lo dice como siempre dice “Moët & Chandon”, adquiriendo la pose de un snob de tres cenas semanales en Maxim´s.
Lutgardo ha desplegado un plano de la National Gallery en una enorme mesa de madera. Procura colocarte a su lado con la esperanza de sembrar la semilla de un polvo post-reunión más.
—Nunca decoraría mi sala de estar —dice Ulpiano Eizaguirre, fugitivo del Cártel de Sinaloa. Tatuajes de calaveras con lenguas de fuego en los brazos.
—Parecen muertos vivientes —dice Dave Stilton, antiguo descifrador de códigos y contraseñas del IRA. Ha llegado al apartamento diciendo: “¿Qué mierda de contraseña es ésa? ¿Qué demonios quiere decir ‘marchita’?”.
Lutgardo exige cierto conocimiento del objetivo antes de actuar. Con el banco dedicaste noches enteras al estudio de los diferentes productos crediticios que ofertaba la entidad. Por ello, días antes de la reunión previa al golpe, acude a la biblioteca y enseña al bibliotecario un papel con apuntes extraídos en una búsqueda rápida en Google. La pintura renacentista en Flandes. Una aproximación a su simbología. Observa cómo el bibliotecario escruta la pantalla del ordenador. “Veo que abandonas la frialdad de los números por la belleza”. Sé paciente. Piensa que es el típico comentario de alguien con ansias de algo pero que desgraciadamente para su persona no ejerce de atractivo jefe de una banda de ladrones. Gilipollas, piensas en realidad.
Atiende al dedo de Lutgardo. Traza líneas imaginarias sobre el plano; de sala en sala; subiendo y bajando escaleras; de la pintura bajomedieval florentina al Realismo británico decimonónico, del Siglo de Oro español al Romanticismo francés; cruza pasillos enmoquetados; se detiene en la salida de emergencias de la cafetería; informa de la opción de reventar las taquillas y comprobar si han transportado la recaudación del día al banco, tal como es costumbre —“Las costumbres están para romperlas por el primer tocahuevos que pase por allí”—; niega la posibilidad de la tienda de souvenirs como escondrijo ante alguna contrariedad y afirma los baños de la tercera planta, cercanos a la escotilla que da al tejado, ante dicha contrariedad; incide en posibles cámaras de seguridad; y marca una cruz, hincando levemente la uña, en el sitio exacto donde se expone El matrimonio Arnolfini. “Room 56, entre el autorretrato de Jan Van Eyck y Hombre joven sosteniendo un anillo”.
Por supuesto, tú ya conoces todos los detalles de la National Gallery. Sin embargo, muéstrate concentrada, con el cuidado de no descubrirte como una alumna aventajada.
Desea irte a la cama, desea tener un orgasmo, y desea entonces comenzar a hablar muy despacio, para que Lutgardo te escuche a la misma velocidad.
<<El matrimonio Arnolfini es una obra que destaca más por su simbolismo que por su técnica. No es menos cierto que contiene un uso magistral de la perspectiva y de la iluminación desde un punto concreto, en este caso, la ventana de la izquierda. No obstante, es el sentido de los diversos elementos que desfilan ante el espectador lo que ha supuesto que este cuadro pase a la Historia del Arte Universal>>.
Desea que, llegado a este punto, Lutgardo continúe atento y te acaricie los pechos, enardecido por la sesión de arte. Acostumbrado a postadolescentes de barras de discoteca, el discurso inteligente de cualquier mujer debería llenarle el pene de sangre. Y después, desea conseguir otro orgasmo, no estaría mal. Y después, desea proseguir mientras Londres dormita como un gigante cansado de luchar contra liliputienses:
<<Jan Van Eyck realizó este encargo en 1434, en plena efervescencia de la burguesía flamenca. Giovanni y Margarita Arnolfini pertenecían a una poderosa familia comerciante procedente de Lucca, y pretendían mostrar su magnificencia económica a través de una pintura, cosa común en el Renacimiento, con el objeto de que las generaciones posteriores los tuvieran presentes. En definitiva, querían decirle a la nobleza: “Tú tienes un título, yo tengo la pasta”.
>>Fíjate, Lutgardo, que el ropaje de la pareja lo componen ricos paños. Fíjate en el espejo del fondo, todo un lujo en la época; en las naranjas, producto poco accesible en el norte de Europa.
>>Y después, la religión, constantemente presente. En las escenas de la Pasión que decora el marco del espejo, en el rosario, en la figurita tallada de Santa Marta en la cabecera de la cama. ¿No es maravilloso, amor mío? Dios vigila a la pareja desde la única vela encendida de la lámpara.
>>El perro como señal de fidelidad y amor. Genial.
>>El detalle de los pies descalzos de Margarita Arnolfini. Sublime. Pisa el suelo sagrado del hogar y se asegura la fertilidad. Ya espera un hijo, pero desea más, y más, y más, porque Giovanni es el hombre de su vida y le proporciona más seguridad de la que nunca pensó en tener>>.
Robar un cuadro es posible, saquear la caja fuerte de un banco es posible. Desea que lo que deseas deje de ser prácticamente imposible.
—Nos encontraremos en Cambrigde y conducirás toda la noche hasta Edimburgo —Lutgardo habla como si estuviera pidiendo fuego a un desconocido—. Ulpiano entrará conmigo y Dave esperará en la parte trasera de la galería con el motor encendido.
Ulpiano y Dave charlan animadamente, apurando sus whiskys, mientras Lutgardo aparta el plano de la mesa.
—¿Sabes que cagar es uno de los mayores placeres de la vida? —dice Ulpiano.
—Correcto —dice Dave.
—El placer sería aún mayor si el culo se limpiara solo.
—No puedo estar más de acuerdo. En Japón existen unos retretes con chorros de agua…
—¡Cuidado! Esos chorros son la antesala de “cariño, méteme el dedito…”.
—¡Nunca digas: “De los chorros del retrete japonés no beberé”!
Ulpiano Eizaguirre y Dave Stilton chocan sus copas como si El matrimonio Arnolfini ya descansara en el almacén de Edimburgo a la espera de un coleccionista. “¡Por los putos-cuadros-de-adefesios-que-nos-pagan-la-coca!”.
Conoces ese tipo de conversaciones. Haz como si no la hubieras escuchado. Siéntete especial. Aléjate de sus palabras huecas. Por eso no entiendes tu papel en el golpe. Como en el banco. Levanta la cabeza y desembarázate del disfraz de actriz secundaria de una película de serie B que Lutgardo te ha concedido.
Lutgardo se acerca a tu oído, lo suficiente para que saborees su habitual mate. Mantén la calma. “Es mejor que cada uno duerma hoy en casa”.
Aparca el coche frente a esa cafetería de estudiantes de Cambridge. No importa que sea en doble fila, no deben tardar en avisar. Camiseta de Iron Maiden, vaqueros y zapatillas. Pakistaníes limpiando el suelo de la cafetería, las sillas encima de las mesas, sacando la basura a la calle, haciendo la caja del día. Espera, móvil en mano, la señal convenida para arrancar el coche y dirigirte al lugar acordado.
Aparca en el hueco que ha dejado el último empleado de la cafetería. Quítate el cinturón, alisa tu camiseta, reclina un poco el asiento, enciende un cigarrillo, comprueba la batería del móvil, ignora a los estudiantes pelirrojos y pecosos que regresan a los colegios mayores con una pinta en la mano y se asoman a la ventanilla.
Lucha para que no te venza el sueño, pon la radio, pon música en la radio, vigila la calle oscura, solitaria y fría de Cambridge. Comprueba la batería del móvil.
Despierta como si alguien te persiguiera en un sueño y corrieras descalza. Mira a tu alrededor. Respira aliviada ante la ausencia de la señal esperada en el móvil. Enciende otro cigarrillo. Sintoniza el canal de noticias.
Escucha otra vez la noticia, cerciórate de que el locutor ha dicho con voz metálica las siguientes palabras: robo, matrimonio y National Gallery. Fíjate en el resplandor tímido del sol del nuevo día. Mira el móvil.
Observa cómo los primeros estudiantes toman café con wifi. Cuenta los pasos presurosos de personas maduras con pinta de profesores de literatura checa. Contempla la opción de rendirte a la evidencia.
Relájate. Arranca el coche y conduce hacia un lugar más discreto. Reclina el asiento todo lo que puedas. Llora si quieres.
Sueña que eres Margarita Arnolfini. Nota el mármol de tu palacete bajo tus pies. Ajústate el vestido de terciopelo verde a la altura de tu vientre sembrado. Ordena a tus criados que preparen el pato como le gusta al señor. Lutgardo Arnolfini pronto llegará y os sentaréis en la mesa imponente del comedor. Entonces hablareis del trato cerrado con los laneros castellanos, del buen negocio que generará ingresos considerables, de lo que eso significa para el futuro de la familia Arnolfini. Sonríe en sueños, si quieres, reclinada en el asiento de un coche, en algún lugar de Cambrigde, con un móvil mudo en la mano.
Continúa soñando: es lo único que puedes hacer ahora para poseer algo más que un van eyck.
Fin.
Por José Pedro García Parejo.
cómo se nota la profesión… Cuando leas el mío de esta semana verás que estamos muy cerca este mes con los relatos… ese pensamiento íntimo antes del robo… Qué buen regusto deja la historia… Sobre todo el final, cuando se mezclan la Arnolfini y la protagonista… Ella me ha recordado a la Lucrecia de Invierno en Lisboa de Muñoz Molina… me ha puesto igual de cachondo!! Enhorabuena…