Cuenta la leyenda que Helena y Gabriel estaban predestinados. Se amaron desde pequeños y, a medida que crecían, el amor que cada uno sentía por el otro también se incrementaba. Pero había un problema. Helena y Gabriel se amaban, pero sus familias eran muy distintas y ellos, a la hora de amar, también eran muy diferentes. Hoy día también ocurre con muchas parejas, se quieren, pero pelean a menudo debido a la forma de amar que aprendieron de sus padres y abuelos. Se podría decir que hay tantas familias como colores: familias blancas, donde parece que todo es paz y armonía; familias rojas, apasionadas, donde siempre hay un motivo para discutir; familias azules, tranquilas, donde siempre se actúa de forma razonable; o familias grises, aquellas que siempre ven el lado negativo de las cosas. Gabriel venía de una familia de actores y artistas, donde la expresión de los sentimientos formaba parte de su lenguaje cotidiano. En cambio, Helena era hija única, criada por padres sobreprotectores de clase alta que le habían inculcado la frialdad y el desdén como herramientas para crear a su alrededor admiración y pleitesía pero nunca cercanía. El corazón de Gabriel ardía en ganas de compartirlo todo con Helena y era imposible para él controlar sus demostraciones de afecto y admiración hacia ella. En cambio, Helena se mostraba reacia ante las cálidas y osadas muestras de cariño de su compañero. Con el tiempo, aunque Helena en la intimidad pensaba en Gabriel sin descanso, no permitía que nadie, ni siquiera Gabriel, pudiera sospechar el alcance de los sentimientos que le profesaba. Tanto era así que siempre portaba en el bolso sus polvos blanco marfil para ponérselos en el rostro cada vez que algún pensamiento relacionado con Gabriel la hiciera ruborizarse. Para Helena, ocultar su debilidad por el hombre que amaba era su arma para mantenerle alerta, siempre a sus pies y dispuesto a agasajarla, mimarla y protegerla como el bien más valioso del mundo.
Los años pasaron. Gabriel era entusiasta y optimista, y pensaba que la apatía de Helena no era más que una prueba a superar para ganarse su confianza y, como ella le decía cada día, “ser digno de su amor”. Quienes los conocían, no veían más que un buen chico que siempre se mostraba servicial con todos a su alrededor, pero que había perdido la cabeza, e incluso el amor propio, al enamorarse de la, aparentemente, altiva y déspota Helena. Muchos fueron los que, conocedores de la actitud soberbia de la chica hacia su amante, le advirtieron acerca de la justicia divina, la humana y la que se suele dar con mayor frecuencia en el mundo por el simple hecho de que la solemos negar o ignorar: la superstición, la brujería que practican sólo aquellos que exploran el pasado, el presente y el futuro. Y así fue como un día, que quedó perdido en el infinito calendario de las leyendas, sobrevino un hechizo sobre esta pareja en la que el amor no era el problema.
“Así fue como llegamos hasta aquí, querido Gabriel, a esta casa, a tantas otras casas, a las calles, a los suburbios y a las plazas. Así fue como se creó el pacto eterno en el que se me condenó a vivir para el resto de los tiempos unida a ti, sí, pero enfrentados. No sé cómo ocurrió, ni cuándo… tan sólo recuerdo cómo, en una de las noches en las que te mostré mi mayor desprecio, soñé con nuestro destino. Tú siempre estarías entre los gatos y yo siempre viviría como ratón, para así estar siempre supeditada a tus antojos, atenta a tu rastro y a merced de tu control. Nos pasaríamos la vida tú persiguiéndome con apetito como segundo o tercer plato, yo velando por tus movimientos, mientras me relamería los remordimientos por no haber cuidado nuestro tiempo pasado, por no haberte amado con detenimiento.
Así es como, tras el mueble agujereado de la cocina en la que me encuentro, escribo estas letras sin esperanza de que alguien las lea, pero para sentirme una vez más tu mujer, Helena. He aprendido la lección, no soporto la espera de que este hechizo se resuelva, llevo muchas vidas sin encontrar la solución, así que aprovecharé la próxima oportunidad de ser tu presa. Pues prefiero encontrar la muerte en ti, que vivir siempre errante por el abismo que se abre entre tus fauces y mi tristeza.”
Dicen los científicos que cada vez que un gato atrapa un ratón es porque el ratón se deja. Y dicen los juglares de antaño, los contadores de historias, que cada vez que esta paradoja se gesta, el hechizo se rompe y una pareja del mundo recupera su esencia.
Por Mawi Justo.