1
Paco levanta la mano y señala su plato al camarero que está en el otro extremo de la barra.
—¿Me pones otro?
—¿Mixto?
—Sí.
Con la yema del dedo va recolectando migas de pan del plato vacío. Cuando tiene seis pegadas, se las mete en la boca. Vuelve a empezar.
—Señor, aquí lo tiene.
El camarero vestido de boda le cambia el plato.
—Gracias. Me preparé la esferificación.
—¿Perdone, señor?
—Para el casting. Dos meses con las esferitas de las narices.
—Ah, ¿viene usted del casting del programa de cocina? ¿Qué tal? ¿Ya ha terminado?
—Sí… ellos siguen.
Coge el sándwich mixto con las dos manos y, con la mirada perdida, empieza a comérselo.
—¿Y tú? Tanto estudiar para acabar haciendo bocadillos, ¿no? —grita al cocinero que ve a través de una ventana cuadrada. —Ponme otro.
Sus palabras hacen eco en el bar del hotel. El camarero va hasta él rápidamente.
—¿Señor?
—Otro sándwich.
—Señor, lleva tres. ¿No le gustaría probar otra cosa? Tenemos la tapa del día.
—No. No he sabido hacer un maldito sándwich mixto. Y comeré esta bazofia hasta que explote.
—Señor, tengo que pedirle que baje la voz, por favor.
—Tres meses de hidrógeno y gelatinas y me piden hacer un sándwich mixto.
Alarga el brazo y tira del paño que cuelga del antebrazo del camarero.
—Otro.
—Sí, pero tranquilícese, por favor.
Paco apoya la cabeza entre las manos.
—Aquí tiene el otro sándwich. Me temo que es el último que podrá tomar, estamos cerrando la cocina.
2
Marina juega con el cable del cargador del teléfono. Está ahí, de pie, junto al enchufe, en una conversación circular.
—Mira, no estés mal. No le des más vueltas. Mejor que te haya pasado esto ahora que no más adelante.
—Supongo.
—Que sí, mujer. Que es mejor que estas cosas salgan a la luz ahora y no con tres churumbeles que no te dejan dormir.
—Supongo. Lo de los niños ya… complicado.
—¿Qué dices?
—Que se me va a pasar el arroz.
—Vaya tela.
Marina intenta llegar con el pie a una silla que está justo a la distancia de su cable, su cuerpo y un poco más.
—En serio.
—¿En serio qué? Date unos días que ahora mismo lo ves todo muy negro. Seguro que en unas semanas o meses te has enamorado como una loca otra vez.
—Yo sí, claro. El problema es que se enamoren los demás.
—Ay. ¿Cómo no se van a enamorar de ti? Con lo guapa que eres, el tipazo que tienes, lo lista que me has salido…
—Que no. Que tú no sabes lo que me dijo.
—¿Qué te dijo ese mamón?
—Una cosa feísima.
Lucía empieza a llorar de nuevo.
—Nena… no le puedes dar importancia a lo que la gente dice en un calentón. Ni a lo bueno ni a lo malo.
Marina suelta una carcajada.
—Que sí. Que me dijo que yo era como el sándwich mixto. Un clásico, un básico que siempre está en el menú, pero que no solo te puedes alimentar de él. Que hay que probar de todo.
Marina se sienta en el suelo con las piernas cruzadas y se apoya en la pared.
3
Se oye la puerta de la calle y un balón de reglamento atraviesa el lado largo de la cocina hasta chocar con la puerta del lavadero.
—¿Qué hay de cena?
—Hola, ¿no?
—Hola, ¿qué hay de cena?
—Lávate las manos primero.
—¿Por qué no me lo dices?
La abuela sigue preparando la cena sin mirarlo mientras le tira del bolsillo de la bata.
—Abuela, como no me digas qué hay de cena, no me lavo las manos.
—Como no te laves las manos, no cenas.
—Pues me voy a la calle otra vez. ¿Por qué no me lo dices?
—Sándwich. Te estoy calendando un sándwich.
—¿Otra vez? Por eso no me lo dices. Estoy harto, abuela.
—Eres muy chico para estar harto de nada.
—Pues lo estoy.
Cruza los brazos sobre el pecho y la mira con el entrecejo muy fruncido.
—Lávate las manos. Y no hagas eso con la frente que te van a salir arrugas de mayor.
—Pues que me salgan.
La abuela arrastra un banquito hasta el fregadero y le señala que se suba. Le abre el grifo.
—Está fría.
La abuela se moja la mano derecha sin soltar el cuchillo.
—Está bien. Venga, que estamos gastando mucha agua.
Seca el cuchillo con un paño de cuadros y da un corte al sándwich por la diagonal exacta. Como cada noche. Lo pone en la mesa y vuelve a poner el banquito en su sitio. Le señala que se siente.
—Pero es que siempre cenamos lo mismo. Yo quiero otra cosa.
—Yo de pequeña no protestaba tanto.
—Seguro que no cenabas sándwich todas las noches.
—No. Muchas noches no cenaba porque no había nada.
El niño separa las dos mitades. Mira dentro.
—¿Qué lleva?
—Jamón de York y queso.
—Es lo mismo de ayer, abuela.
—No, hoy lleva un toque especial.
La abuela clava un palillo de dientes con una aceituna rellena en el sándwich. El niño sonríe.
Por Marta González Villarejo.