Como todos los días, Gideon Moissan salió a dar su paseo de media mañana. Para entonces ya llevaba seis horas levantado, había rezado, abierto la tienda, comprobado la correspondencia, hecho el primer cuadre de caja y revisado los albaranes de los pedidos que le iban llegando (uno detrás de otro, sin falta) hasta las once. Bien sabían los repartidores que, por encima de esa hora, Gideon no recibía ninguna mercancía.
Abandonó tranquilamente Rue des Rosiers, para dirigirse hacia el sur, en dirección a la Isla de Saint Louis. El paseo por el barrio siempre era una concatenación de saludos. En función de si el conocido era hombre o mujer, Gideon elegía alzar la mano o inclinar la cabeza. A los jóvenes, en cambio, prefería saludarlos con una mirada inquisitiva y a los niños, con una sonrisa afectuosa y una caricia en sus cabellos. Le Marais era el barrio en el que nació, en el que vivía, en el que trabajaba y en el que, sin ninguna duda, moriría.
Alcanzó el encantador paseo de la Rue de l’Hôtel de Ville y rebajó el ritmo de su marcha. Cuando vislumbró la terraza de La Caféothèque, sintió cierto desasosiego al comprobar que su mesa, la que venía ocupando todas las mañanas a la misma hora en los últimos ocho años, estaba ocupada.
Conforme Gideon se acercaba, el muchacho que ocupaba su mesa dejó de dar vueltas al café que le habían servido, sonrió de una forma encantadora y se levantó. Pensó que el muchacho loiba a saludar (aunque a él no le había parecido conocido en absoluto) o que le iba a ceder el sitio. Sin embargo, una mujer vestida de celeste lo adelantó por su derecha y, cuando llegó hasta el joven, lo abrazó con ternura.
–Hola, cariño. Qué ganas tenía de verte.
–Yo también me alegro de verte, madre.
–Me encantó recibir tu llamada. ¿Cuándo fue la última vez que te visité?
Gideon se sentó en la mesa de delante, la única libre. Incómodo por la cercanía de la pareja, intentó concentrarse en la carta de la cafetería, buscando ocupar su mente con algo que le impidiera oír la conversación que transcurría a su espalda.
–Mmm. Hace tiempo. Creo que los mares todavía eran dulces.
–Yo lo recuerdo como si fuese ayer y, al mismo tiempo, se me ha hecho eterno. Tanto tiempo sin hablar con mi hijo preferido.
–¿Qué te parece mi hogar?
–Bueno. Es… distinto.
–Oh, sí. Sí que lo es.
–Entenderás que no es mi estilo, pero la función de un hogar es formar una familia y hacer a sus ocupantes felices. ¿Eres feliz, hijo mío?
–No del todo. Desde luego no tanto como al principio, cuando vivía en la Ciudad de Plata.
–¿Por qué no vuelves, entonces?
–Era feliz cuando pequeño, madre. Ahora no podría ser feliz allí.
–Pero aquí tampoco lo eres.
–Soy todo lo feliz que puedo ser, madre. Aquí las cosas no paran de cambiar. Ellos no paran de cambiar y yo tampoco. En ninguno de mis últimos mil cambios he deseado volver a la Ciudad de Plata. Aquello ya lo conozco.
–No sabes cómo me entristece eso. Te echo de menos. Y tus hermanos también te echan de menos.
–Vamos, madre, no exageres. Sabes en todo momento lo que hago y lo que no, dónde estoy, en quiénes planto mi semilla…
–No me hables de tu semilla. Sabes que no lo apruebo.
–… y en cuanto a mis hermanos, diles que siempre serán bienvenidos a mi casa. No tienen por qué esconderse ni venir a hurtadillas.
–Te evitan por sugerencia mía. No se esconden.
–Oh, sí que lo hacen. Hace apenas tres mil años vi a Rafael divertirse con una de mis ciudades. ¿Pensaba ese presumido que porque estuviese en ese momento ordenando Casiopea no me iba a dar cuenta de su intromisión?
Y hace dos eones sorprendí a Miguel jugando con dos de mis estrellas. Me entraron ganas de lanzarlo de cabeza al agujero negro que él mismo acababa de crear.
Constantemente los oigo revolotear fuera, indecisos, dudando si entrar o no. ¿Creen que pueden ocultarme su entrada a mi Reino?
–Solo sienten curiosidad y, a veces, no tengo por qué negarlo, soy yo quien les pide que entren.
–¿Y por qué se lo pides, madre?
–Por ti, cariño. Todo es por ti. Te adoro y me duele que estés separado de tus hermanos y de mí. Sabes que eres mi preferido. Somos tan parecidos…
–Diles que pidan permiso, madre. No les negaré la entrada. Pero que sean educados. Es mi casa. Son mis cosas. Tienen que respetarlas. Aquí rigen mis reglas y las de nadie más.
Gideon palidecía con cada retazo de conversación. Aunque los nombres de la carta eran borrones ilegibles y su mano temblaba como no lo había hecho desde la muerte de Rajel, era incapaz de levantar su mirada del díptico plastificado. Temía ver a la mujer. Y también temía volver a ver al muchacho, ahora que sabía de quién se trataba… ¿pero qué sabía en realidad? ¿Cómo podía dar crédito a cuatro fragmentos mal oídos de una conversación ajena?
–¿Por eso querías verme? ¿Para pedirme que riña a tus hermanos?
–No. ¿Sabes una cosa? De pequeño me asombraba que supieras tantas cosas y de mayor, en cambio, me sorprende la cantidad de cosas que ignoras.
–Luz Mía, no me decepciones. Eres más listo que eso.
–No, no me malinterpretes. No es un reproche. Es ahora, gracias a mis mascotas, cuando por fin he logrado entenderte. He tenido que ver billones de simulaciones de relaciones paterno filiales para entender lo nuestro. Para entenderte a ti.
–Tiene su mérito aprender así. Nunca he comprendido cómo te divierten tanto.
–Lo entenderás, madre. Quiero que estés aquí, conmigo, una temporada. Quiero que conozcas mi obra. Quiero que me conozcas a mí. Quiero que te enorgullezcas.
–Siempre he estado orgullosa de ti, Lucero.
Cuando el camarero advirtió la presencia de Gideon, cayó en la cuenta de que había olvidado reservarle su mesa y se le acercó rápidamente para intentar compensar su error.
–Discúlpeme, por favor, señor Moissan. Olvidé poner el cartel de reservado. Pida lo que desee, invita la casa.
Gideon suspiró. Alzó la vista al cielo azul. Miró su reloj, que daba las doce. Meditó qué comida gentil iba a probar por primera vez en su vida. Cuál le daría menos asco.
–Un sándwich mixto, si tiene la bondad.
–Tenemos comida kosher, señor…
–Con eso bastará. Gracias.
Gideon Moissan, ceñudo y mordiéndose los labios, se volvió para contemplar las sillas vacías a su espalda. Alzó su sándwich mixto al cielo y les brindó su almuerzo.
Por Thalcave.