Sir John-Philippe Hendrikus Van der Breetkering entregó gran parte de su vida a perseguir una quimera: la búsqueda de la legendaria Fuente de la Eterna Felicidad. Durante largos años se había dedicado a organizar y realizar expediciones por lugares remotos e inexplorados, casi siempre por el continente negro, que le habían reportado cierto prestigio en los círculos académicos del país, y en los que había encontrado viejos tesoros de civilizaciones extintas que hoy día podían verse en numerosos museos repartidos por toda Europa.
Durante años fue un hombre reconocido y respetado. Sus ponencias eran seguidas por los más reputados antropólogos y expertos varios del país. En ocasiones, incluso algunos especialistas extranjeros acudían a oírle. Todo ello a pesar de su conocida fama de cínico y de hombre de malos modales. En dichas conferencias explicaba de modo detallado hasta el extremo sus travesías, sus luchas hasta la muerte con animales salvajes, lo difícil que era pasar algunas noches por culpa de los insectos que inundaban las zonas más boscosas…
Aunque lo cierto era que, en todos aquellos viajes, lo que buscaba en realidad eran pistas para llegar a la ya mencionada Fuente, de cuya existencia había referencias en numerosos escritos desde el siglo IV, pero que en aquella época, a mediados del XVIII, todavía no se había descubierto oficialmente.
Según los documentos que Van der Breetkering había podido recuperar, la Fuente de la Eterna Felicidad (algunos autores clásicos, como Melícides o Alestarco, la llamaban del Gozo Perpetuo) se encontraba en la selva africana, en algún lugar entre las actuales Gabón y Congo. Cuando cumplió los cuarenta lo abandonó todo, su trabajo en la Universidad, sus colaboraciones correctoras en la editorial Fingerton Trips y a su familia (mujer y tres hijas, trillizas, de doce años) para emprender al fin su ansiada búsqueda.
Para ello, reunió todo su dinero (dejando a la que hasta entonces era su familia con un techo en el que cobijarse, pero sin una sola moneda con la que poder alimentarse y mantenerse), y fletó un barco con un amplio cargamento y un equipo de veintisiete hombres que le ayudarían en su odisea. A ellos se unirían, una vez anclado el barco en el puerto de destino, cuatro guías de la tribu de los tsuricos. Pero lo que se planteaba como una aventura con síntomas (leves, eso sí) de éxito, pronto empezó a torcerse. Ya durante la travesía en barco desde el norte de Europa hasta Port-Gentil, algunos de los tripulantes estuvieron a punto de enzarzarse con él por sus bruscos modos y sus continuos insultos hacia todo el personal.
Como su comportamiento no varió un ápice, cinco hombres abandonaron la expedición pocos minutos después de que el barco anclara en su destino. Los guías, que se unieron al grupo un día después, apuntaron algún dato más a la información que ya tenía Van der Breetkering. La Fuente era en realidad una pequeña laguna alimentada por aguas subterráneas, que se encontraba en lo más recóndito de la zona dominada por los yamagata, tribu esquiva cuyo territorio nadie sabía delimitar con exactitud y a los que muy pocos habían visto en los últimos treinta años. Ahí fue donde Van der Breetkering se percató de que afrontaba un reto aún mayor de lo que esperaba.
La búsqueda comenzó de inmediato y, de inmediato también, comenzaron las deserciones, los abandonos. Solo un par de hombres lo dejaron por la dureza de las marchas, que casi iban de sol a sol, pero la mayoría lo hizo por sus actitudes déspotas y dictatoriales. Tras dos semanas duras, muy duras, en la que los pocos rastros de yamagatas que encontraron resultaron ser pistas falsas dejadas por la propia tribu para evitar ser encontrados, los seis hombres que todavía quedaban en la compañía de Van der Breetkering lo dejaron a su suerte cuando se percataron de que llevaban días caminando en círculos por la selva. Así, solo y con una creciente escasez de alimento y bebida, Van der Breetkering decidió jugarse el todo por el todo. O encontraba lo que había ido a buscar, o moriría en el intento.
Quizás por el cansancio, quizás por la falta de alimento, tropezó y cayó rodando por un pequeño desnivel de unos ocho o nueve metros. Se incorporó magullado y descubrió ante sí una especie de árbol desconocida. Él no era experto en botánica, pero sabía que aquel árbol era desconocido. Tenía que serlo, ya que de haber sido conocido, habría oído hablar de él. Formalmente no se diferenciaba demasiado de cualquier otro árbol, la diferencia estribaba en su sonido. En su ausencia de sonido, más bien. Van der Breetkering veía las frondosas hojas y ramas moverse con el viento, pero no escuchaba más que el viento. Para asegurarse, decidió empujar uno de los más jóvenes ejemplares de aquel árbol, uno con raíces débiles y delgado tronco, hasta hacerlo caer. Y el árbol cayó sin producir el más mínimo ruido. Pensó que quizás se había quedado sordo por algún golpe en la caída. Pero un graznido de ave a su espalda lo sacó de su error. Aquella especie arbórea no emitía sonido alguno. Contradictoriamente a su actuación previa a la expedición, decidió llamarla Nora Silente, en homenaje a su mujer. Era, indudablemente, el descubrimiento de su vida.
Aquello no pasó desapercibido para el mundo académico. Se plantearon debates y se dudó firmemente si aceptar su palabra (no tenían otro modo de comprobar la veracidad de lo que decía) o no. Y finalmente se optó por no hacerlo. Era imposible. El sonido era una facultad externa y ninguna especie, ningún objeto, podía decidir tenerla o no. Sin embargo, su reputación no desapareció. Aquello había podido deberse al golpe que se dio al caer previamente al descubrimiento, podía ser una madera muy ligera y su sonido, sus crujidos al partirse las ramas, podía haber pasado desapercibido momentáneamente. Van der Breetkering siguió siendo respetado, aunque ya no hizo ninguna expedición más. La sonrisa no desapareció de su rostro, a pesar de todo.
Su caída en desgracia se produjo ya en los últimos años de su vida. Estando ya jubilado, acudió a una conferencia en el Instituto de Estudios Metafísicos de la ciudad de Assen, a donde se había retirado para una vida relativamente tranquila ya que, aunque carecía del bullicio de la gran ciudad, estaba a un tiro de piedra de la capital. Allí asistió a una ponencia sobre las diversas opciones de cómo entender la percepción de la realidad, enfrentando las teorías de George Berkeley, que estaban empezando a tomar fuerza, frente a las de John Locke. “Si un árbol se cae en mitad del bosque y no hay nadie alrededor, ¿produce algún sonido?”, preguntaron. Van der Breetkering volvió a afirmar la existencia del Nora Silente, provocando una algarada entre los seguidores de Locke, e incluso habló, por primera vez, de la Fuente de la Eterna Felicidad, de cómo la encontró, de lo que allí vivió durante un par de meses, purificándose en sus aguas, extasiándose con el paisaje y la convivencia con los animales en la naturaleza. El público estalló, arreciaron los insultos, las amenazas, mientras Van der Breetkering no perdía la sonrisa en ningún momento.
Así, más que por los restos de herramientas que demostraban que los kirguimunes, en la estepa siberiana, habían sido los primeros en tratar y utilizar las pieles para vestirse y adornarse (inventando así la marroquinería, siglos antes de los romanos, como hasta ahora se pensaba), y que se podían ver en el Palacio Yusupov de San Petersburgo; o por las pequeñas esculturas colectivas de los mifune, que eran la atracción del Allard Pierson Museum de Amsterdam; o por los restos momificados de los ngara, del British Museum londinense… Van der Breetkering pasó a la posteridad por ser un farsante, un mentiroso inmensurable, un loco que, casi con toda seguridad, había inventado toda su miserable y despreciable vida.
Por Juan Antonio Hidalgo.