Una,
dos,
tres;
cuarenta y cinco fueron las mentiras
que me lanzaste a los ojos como dardos
fabricados en el Medievo.
Primero fuiste de color amarillo, como
los ojos de los sapos al amanecer.
Después variaste a rojo, como la marabunta cuando
ruge.
Lo peor, creerte.
Quemadas mis manos (y el cuerpo entero si me descuido),
trataba de convencerme de que eras certeza y
que la pasión escondida en tu vientre era por mis
andares catalanes antes de que fueran impugnados.
Una,
dos,
tres,
cuarenta y cinco fueron las mentiras que
envasaste al vacío y dejaste en el congelador
de mi nevera pagada a plazos .
Esperaba que, quizás, transmutaras en realidad
si mi zapato hubiera sido tu horma; pero
todo fue una mentira camuflada
de fiesta de cumpleaños con globos morados.
Cuarenta y cinco fueron las mentiras que hicieron
perderte de vista de verdad.
Por Raquel Egea.