Reconocí los compases del Gaudeamus igitur en los toques de la puerta. El autor de tamaña cursilería me había ofrecido una mano laxa y glacial.
Un repaso exhaustivo antes de tomar la decisión: mocasines con borlas, pantalones ajedrezados, reloj de bolsillo, bléiser cruzado con botonadura dorada, camisa de cuello ópera, corbatín tornasolado, piel pálida salpicada de pecas, monóculo en el ojo izquierdo, bombín y mostacho de canciller alemán.
El tipo sostenía un cofrecillo de caoba. En la superficie, un objeto punzante había grabado una grafía china, la cruz latina, la letra alfa, la menorá, un sol precolombino y el primer verso del Corán.
Tenía pinta de llamarse William o Trevor. Tenía pinta de cargar con un problema.
Te traspaso Toda La Sabiduría del Mundo, había anunciado solemnemente tras retirar la mano como si tensara un arco.
En su sonrisa detecté una reveladora sombra.
No, gracias, quise atajar con firmeza.
¿Rechazas, por tanto, el mayor poder de la Humanidad?, insistió. Me pregunté si seguiría el método Stanislavski. Supuse que algún destilado había excavado aquellos surcos bajo los ojos.
Digamos que no soy digno de ese honor, me defendí, apelo a mi simpleza de espíritu.
Oh, my God!
Y lacré mi hogar de un portazo para evitar una clase de filosofía existencialista.
Me pareció oír un sollozo.
Entonces busqué a Joyce en la estantería y decidí gastar el resto del día leyendo con alivio.
Fin.
Por José Pedro García Parejo.
qué alivio sacar notable, profesor…
Exacto, la pesada carga del sobresaliente…