1
Sandra se pone mi camisa sin entretenerse con los botones, la cruza como una chaqueta. Coge un cigarro de su bolso, lo enciende y apoya la frente en la ventana. No creo que mire nada, es su ritual. Echa el humo contra el cristal y sostiene la camisa cerrada bajo su brazo. Cada martes y cada sábado.
Una vez me preguntó si era mi mujer la que me planchaba la camisa. Si era ella personalmente.
—Sí, ¿por qué?
Pensé que me iba a soltar un discurso: podrías hacerlo tú, no se te va a caer el anillo de oro ese que no te quitas nunca, ese que te encanta deslizar frío por mi espalda; podrías pagarle una tintorería con todos esos billetes pequeños que enseñas abajo en el bar; con esos con los que te gusta bromear con que me pagas; podrías evitar que la oliera y nos descubriese.
—Parece almidonada.
Me lo preguntó un día que tenía ganas de hablar. Mientras fumaba. Normalmente solo mira por la ventana, se viste y sale antes que yo de la habitación.
La miro. Imagino su espalda estrecha bajo mi camisa, miro la parte de su culo que deja al aire. Me gustaría no tener prisa. No tener que irme. Repetir, no quiero esperar una semana. El sábado no podré verla.
—El sábado no podemos vernos —Ella se vuelve y deja salir el humo despacio.
Pensé que me haría preguntas: ¿Por qué? Y yo tendría que responderle: tengo algo. Le contaría lo de mi mujer, lo de la cabaña que ha alquilado. Ella querría saber si iríamos solos, en plan romántico, si celebrábamos algo. Yo la tranquilizaría: también van mis hijos, el capullo de mi cuñado y los hiperactivos de mis sobrinos. Se enfadaría. Me gustaría eso.
—Nos vemos el martes, entonces.
Deja caer mi camisa al suelo, la cambia por la suya, se pone los vaqueros que se pegan a su piel y se sube la cremallera de las botas antes de salir de la habitación. Tira de la puerta.
2
—¿Te acuerdas de la cabaña esa a la que íbamos en verano? —Mateo mueve el descafeinado con ritmo constante.
—¿Qué cabaña? —María se agarra con las dos manos a la silla para acomodarse.
—A la que llevábamos a los niños. En agosto, cuando me daban vacaciones.
—No. Nunca he ido a una cabaña.
—Pero María, ¿cómo dices que no has ido nunca a una cabaña? Por lo menos fuimos tres veces.
—No.
—Sí, mujer —Le acerca una taza humeante que ella palpa hasta encontrarla—. Con Manolito recién nacido, con Luis también ya en el mundo. Y con los tres y tu madre la última vez.
—Nunca has llevado a mi madre de vacaciones. Te lo estás inventando. Te lo inventas para engañarme, como sabes que me falla la memoria —bebe y se le derraman algunas gotas por la comisura.
—¡Qué cosas dices, María! —le acerca un trozo de papel de cocina, le limpia la boca y se lo pone sobre las rodillas—. Llama a tu hija. Llámala y pregúntale.
—No voy a molestarla ahora para eso —da un sorbo largo.
—Que Luis se partió un brazo. Que se cayó de un árbol. Qué loco ha sido siempre.
—Sí, Luis ha sido muy loco. Pero se partió el brazo jugando al balón —Le tiende la mano con la taza. —En el colegio.
—Ese fue Manolito —Vuelve a acercarle la taza: —Te queda un poco más.
—No lo quiero. Fue Luis.
—¿Llamamos a tu hija?
—Que no la molestes para eso. Me acordaré yo de la de veces que los he llevado al médico. Tú siempre estabas trabajando.
—Sí, siempre que llamaban del colegio tenías que ir tú. Es verdad. Me acuerdo. Con Manolito, con Luis, con la niña. —Recoge el papel de cocina de las rodillas y lo hace una bola.
—Sí. Sobre todo con Luis.
—La niña también se puso mala alguna vez. —Enjuaga la taza debajo del fregadero.
—¿Cómo estará la niña? ¿La llamamos?
—No, no la llames. Ya me acuerdo. Me acuerdo de la cabaña.
3
Mario para el coche. Saca la llave del contacto y mira a Clara, que no se ha movido. Sigue con el cinturón abrochado. Hace todas las comprobaciones: freno de mano, calefacción, luces. Todo como si fuera a examinarse otra vez del carnet de conducir. Todo para hacer tiempo, pero Clara sigue sin moverse.
—¿No te bajas? ¿No vas a entrar?
—Preferiría no tener que hacerlo.
—No te vas a quedar aquí con el frío que hace, no seas tonta.— Presiona el botón para desabrocharle el cinturón de seguridad—. Por los viejos tiempos, vamos.
Mario se baja del coche y da la vuelta para abrirle por el otro lado.
—No sé por qué te empeñas en recordar tanto los viejos tiempos. Siempre lo haces como si hicieses un brindis en una reunión de exalumnos, veinte años después. Todos gordos y fracasados, pero brindando.
—Por los viejos tiempos. —Hace el gesto de levantar una copa—. ¿En serio? No lo hago así.
Mario la coge de la mano y tira de ella hacia fuera del coche. Ella se resiste al principio.
—Ya no estamos juntos. Y nada ha ido mucho mejor desde entonces.
—No te vengas abajo ahora, por favor. Esto es lo último que queda ya por hacer. En media hora llegan, los convencemos y firmamos. Para comer estarás ya en casa.
—¿No podías haberlo hecho solo? ¿Tenías que traerme? Me hiciste lo mismo con la casa, con el coche. Estoy harta de notarios y de juzgados. Ya acepté la derrota. No quiero regodearme.
—Tenemos que vender la cabaña. Entre los dos.
—Yo no soy buena vendedora.
—Sólo tenemos que contarles algunos buenos recuerdos. Se venderá sola.
—No sé si tengo buenos recuerdos. Y además, estamos separados: no somos la pareja feliz.
Mario le pone la mano en la cintura levemente, para hacerla andar. Clara se pone en movimiento, resignada.
—Pero eso ellos no lo saben. Y ¿cómo dices que no tenemos buenos recuerdos? Seguro que algo hay.
—No lo creo.
—Pues nos lo inventamos. A ver. —Cierra el coche con el mando.
—¿Qué?
—Un recuerdo alegre… Cuando la compramos.
—Se va a notar el truco. Éramos muy felices el día de la firma, igual que vosotros podéis serlo hoy…
—Pues un recuerdo divertido.
—Tú no eras muy divertido —sonríe Clara y se seca los ojos con la muñeca—. Y sigues sin serlo, vamos.
—Pues aquel día sí que te reíste.
—Qué día.
—El día que me levanté temprano a prepararte el desayuno. Pensaba hacerte un zumo y llevártelo sobre la marcha. Por lo de las vitaminas. —Clara asiente—. Pero nos habíamos dejado la puerta mal cerrada y había un oso en la cocina.
—¿Un oso? Nadie va a comprar la casa si hay osos gigantes que merodean por las cocinas.
—Yo no he dicho que fuese gigante. No digo un oso pardo de esos enfadados. Me lo imaginaba más como un Winnie de Pooh de los que colecciona mi sobrina, con el bote de miel.
—Tonto.
Mario entra en la cabaña primero, espera a que Clara pase y vuelve a cerrar. La puerta se atranca porque está hinchada por la humedad.
—En serio, yo salía en gayumbos y allí estaba el oso. —Clara niega con la cabeza—. ¿No? Pues una ardilla o un topo o algo de eso. Eso da ternura.
—Ardilla.
—Pues la ardilla estaba comiéndose las galletas del desayuno. Era de un color precioso. Brillante. Le daba el sol…
—Te estás poniendo cursi.
—Un recuerdo íntimo. Algo más carnal.
—Di.
—La noche que concebimos a nuestro hijo.
—No tenemos hijos.
—Sí, hombre. ¿No te acuerdas que giramos la cama, porque habías leído en una revista que sería una niña si lo hacíamos así?¿Y que al final fue niño?
—En el fondo yo quería un niño, pero nunca te lo dije.
—Haberlo dicho, yo quería una niña porque creí que tú querías una niña.
—Supongo que debíamos haber hablado más.
—Supongo.
—En serio. Teníamos que haber hablado más. O haber pensado qué queríamos desde el principio. Qué queríamos de la vida.
—Eso ya es el pasado: ahora queremos vender la cabaña.
—¿Y si nos preguntan que por qué queremos venderla, con tantos recuerdos?
Se miran en silencio.
—Porque vamos a comprar otra más grande.
Se escucha acercarse un coche por la grava del suelo. Mario exagera una sonrisa en la cara y la señala para que Clara la imite. Ella se echa el pelo hacia atrás y sonríe.
Por Marta González Villarejo.