Desbrozar la vida y reventarla.
Todo se acaba; como la corta vida
de un montón de hormigas rojas
en época de lluvias.
Huir.
Comer asfalto de este a oeste a pesar del fuego.
Llegas al vacío y abres la puerta con miedo, a solas.
Horas, minutos y segundos.
Silencio…
Y, tras él, encuentras el que fuiste
en forma de atizador.
Respirar.
Sientes el bosque que rodea tus pulmones
como si fueras invidente. En tu dermis, incluso
en tu saliva.
Dormir.
Cae la noche y, como un pájaro
preso a punto de ser libre, te vas.
El humo que queda tras el crepitar de la madera
ya muerta te arropa.
Vivir.
Escapas flotando a través del hueco de tus muelas
y sueñas que eres pequeño de nuevo.
Unas manos, que quizá conociste, te mecen en la
vieja mecedora del porche de la cabaña.
Y, de repente, es tu hogar, ese en el que ahora duermes.
Por Raquel Egea.