Las piernas me duelen y mis pies arden como si anduviese descalzo por el asfalto en verano. Pero no lo es. Es la última semana de octubre aunque yo no deseo saberlo. Que me abandonen las festividades, los cumpleaños, las efemérides y los nombres romanos. Que se desprendan de mí igual que hacen las hojas de los árboles que me rodean. Que se vayan.
Que todo conocimiento me abandone.
El otoño reina en ocre esplendor llenando el suelo de hojas muertas. Los árboles caducos alzan sus ramas retorcidas desnudas al cielo. Cuando el cielo está cubierto parecen que están pidiendo piedad: “A mí no, rayo; cae en otro lado”. Sin embargo cuando soplan las bóreas, se mecen sincopados en un trance religioso. Aun desnudos, son hermosos, o a mí me lo parecen.
Las sombras se han ido alargando y ahora empiezan a difuminarse en el suelo. Sobre los quejigos y las encinas se teje un lienzo de naranjas, púrpuras y celeste. A mi espalda, el lienzo comienza a teñirse de azul añil. Cuando llego al refugio ya es casi de noche y el saco me pesa más que nunca.
La choza me saluda con su negra boca abierta. Un gigante enterrado en la colina del que solo asoma la cabeza de madera. Ídolo Pagano, te nombraré Abdatalá en mi mente si me alojas. ¿Me darás cobijo en el hueco de tu cráneo, choza?
La desazón surge de mi estómago antes de atravesar el umbral negro. Dudo si empuñar una de las maderas sueltas por temor a lo que haya dentro. Pero de todas las hojas que me quedan, esa es la que más anhelo desprender, así que entro despacio, enseñando las palmas abiertas a la estancia. En mi interior, pronuncio mi nombre, me presento y pido hospedaje.
No deseo ocupar el fondo de la estancia, no por temor, sino por descortesía. ¿Quién sabe cuantos otros huéspedes, vieja clientela de Abdatalá, me observarán con sus ojillos o sus antenas desde las sombras?
Despejo el suelo junto al umbral. Alcanzo la manta del saco y me preparo a dormir. Nunca me había dolido tanto el cuerpo. Me descalzo y acaricio los dedos de mis pies, estirándolos, separándolos unos de otros y limpiando la parte cóncava que queda entre ellos. Un acto de placer cotidiano alcanza, ahora, lo sublime. Duermo.
La Luz del sol, mortecina, me despierta. Desayuno un puñado de las bellotas amargas que recogí en el camino y me ayudo del agua de mi botella para tragarlas. El cielo está cubierto de nubes grises y lilas. Pero yo aún no estoy preparado para la lluvia, todavía no. He de darme prisa.
Si de noche parecía tenebroso, de día Abdatalá parece un pulso perdido entre la mano antinatural del hombre y la gracia de Gaia. Setas oliváceas crecen en el rincón más umbrío, el que apunta al norte, bajo el hueco de la única ventana. Una viga del techo quebrada atraviesa el centro del salón de arriba abajo. Con ella la estancia parece la bodega de una carabela. Una hilera de liquen verde discurre por el techo como si fuese un riachuelo invertido y un musgo suave y fresco brota aquí y allá en las tablas del suelo. En el rincón meridional hay apilados un montón de leña y listones de madera, envueltos en telas de araña.
Vacío el saco. Ocho latas de comida, una por día, que son las que pude cargar; una navaja, tres mecheros, tornillos y un palustre. Alineo mi ajuar de exiliado sobre la manta.
En mi paseo por el bosque, encuentro un arroyo. Le brindo un trago de su agua y le prometo que, si un día logro pescar en él, le daré un nombre.
Decido aprovechar el hueco de la viga rota del techo para hacer una chimenea. Construyo el cabecero con una plancha de corteza de alcornoque y cuatro tocones de madera y logro atornillarlo al techo para que entre el aire y no el agua. Construir la jamba llevará más tiempo, pero de eso, si logro comer, sí tengo.
Desde que he vaciado el saco voy con él a todas partes. Lo cargo de bellotas, moras, leña, tiras de corteza y piedras redondeadas del arroyo.
Por la tarde tengo un golpe de fortuna. Encuentro una chapa retorcida en una zanja, casi cubierta de tierra, ramas y hojas. Trabajosamente, la arrastro a Abdatalá hasta depositarla en el centro de la sala.
Al oscurecer practico mi primer fuego. Lo enciendo sobre un lecho de piedras fuera, para evitar que la humareda de la primera combustión inunde la estancia. Cuando obtengo las brasas, las voy trasladando a la chapa metálica con mi palustre. Es un trabajo delicado, así que soy cuidadoso y acabo haciendo muchos viajes.
Sobre la lumbre preparo mi primera lata. La dejo a la mitad porque empieza a llover y tengo curiosidad por saber cuánta agua se filtra por el tejado. Arrimo un palo a las brasas hasta que su punta se vuelve incandescente. Con el extremo ardiente, voy marcando los puntos con goteras del techo. Estoy muy cansado. Me tumbo en la manta, ordenando en mimente las reparaciones que debo realizar, pero, sin pretenderlo, me duermo.
Un trueno me despierta en la noche. Ignoro cuánto tiempo llevo dormido ni cuánto falta para el amanecer. Miro las brasas, la única forma de medir el paso del tiempo. Mi reloj de fuego. Las cenizas parecen frías, pero junto a ellas está un gato hecho de sombras que lame las paredes de la lata volcada de mi cena. Haces bien, gato, en buscar posada en este Ídolo Pagano. El gato escucha mis pensamientos, o mi cuerpo, y se vuelve. Sus ojos amarillos me escudriñan buscando leer el mensaje oculto de mis gestos. Pero yo no me muevo, así que no hay nada que leer. El gato continúa comiendo y cuando decide que ya ha comido bastante, se desvanece en la pila de leña de la esquina. Como buenos vecinos, estoy seguro de que nos veremos más veces.
La lluvia repiquetea sobre las maderas que me rodean y, por el hueco de la puerta, se vislumbran volúmenes informes en la oscuridad.
Me desnudo y salgo a la intemperie. Abro los brazos, alzo la cabeza y dejo que la lluvia otoñal resbale por mi piel, que moje mi pelo y que entre por mi boca. Giro lentamente en éxtasis mientras mi mente se expande. Al rato, vuelvo, poco a poco, a tener consciencia de mi cuerpo empapado y purificado. Me dirijo a la boca del Ídolo y en el dintel, su labio superior, grabo con mi navaja las siguientes palabras:
ABDATALÁ
TODOS AQUÍ SON BIENVENIDOS
Por Thalcave.