En aquella tasca mínima, apretada, siempre hasta la bandera, el chiquillo de pelo anillado observa desde un rincón de la barra con la impunidad de quien se ha hecho invisible para el mundo.
Apenas tiene diez años, pero lleva allí casi tanto tiempo como la fotografía firmada de Rafael Gordillo. Pieza clave en la profusa decoración de aquel bar, exposición permanente de la Triana de otro siglo. Fotografías en blanco y negro, de vez en cuando salpicadas por recuerdos, insignias del verdiblanco que “corre por nuestras venas”, suele decirle Paco con rotundidad. Cliente tan afincado en la barra como él mismo. No recuerda Jose el bar sin su padre, sin Gordillo y sin Paco.
Las fotografías llamaron su atención desde siempre. Al principio, puro miedo. Algunos rostros se le antojaban extraños, ajenos, inhumanos casi… Luego llegó la curiosidad. Poco a poco aquellos retratados se tornaron familiares y el terror que sentía cuando pasaba frente a ellos dio paso a una novedosa emoción. A una sensación de aventura. De viaje. Cada imagen era una invitación. Se las bebía, entonces, con sus afilados ojos. Aprehendiéndolas e imaginando las historias que escondían: cómo era la vida de aquellas gentes.
Su favorita era una vista de la Plaza del Altozano tomada desde el puente. La vida bulle en la imagen. Gente que va y viene. Absorta en sus quehaceres. En aquella mañana de tareas de un día cualquiera, hay alguien, una mujer, que no ignora el objetivo. Una señora, prematuramente envejecida, pelo seco recogido en la nuca. Luto, mandil negro también. Cruza la fotografía y mira la cámara. Mira a Jose con su cansancio de otro siglo. Con su mirada de otro tiempo. A dónde irá. Camina sola. Nada lleva en las manos. Ningún indicio, excepto el luto aplastante. ¿Cuál será su nombre? ¿Cuál será su tristeza, su cansancio, su muerto?
“Pepe”. Su padre lo saca de la ensoñación. “Dile a Marga que prepare una tortilla más”.
Marga. Cincuenta años. Cocina cinco horas cada día en el bar. Saca tapas y deja guisos preparados. Guisos y tortillas. Que las borda. Sustituyó a su madre la primavera negra en la que ésta murió hace seis años. La primera vez que lo descubrió observándola, le dijo, brusca: “Escúchame, niño, vengo a ocupar su puesto como cocinera, no como madre. Bastante tengo ya en casa como para cargar también con…”. Ella continuó su retahíla entre los cacharros de la cocina sin saber que lo que él buscaba no era otra madre, sino otra historia. Respuestas a las preguntas de siempre, a la curiosidad insana… Corroborar lo que en su cabeza había tejido con palabras cuando la vio entrar por primera vez con su metro y medio de estatura y una prisa que no perdía nunca. Un pequeño genio acelerado. Tenía buen corazón. Marga sí que se convirtió en una suerte de madre. Quizá más abuela. Una tía tal vez que se ocupaba de que al menos, si ella estaba allí, el muchacho comiera caliente.
Detrás de la barra, su padre lo mira llegar de la cocina y apostarse de nuevo en aquella esquina en la que está creciendo con Paco como mejor amigo. El tiempo pasa rápido. Jose no sabe que él también es observado por aquel hombre demasiado pronto viudo. Sudor en la frente. Manos gruesas, trabajadas, ásperas, inoportunas para todo lo que no sea el bar. Despacha rápido. Apenas alguien cruza el umbral de la tasca, ya está siendo atendido. Doce o trece horas diarias poniendo cañas, tapas y vigilando que el chico no descuide los deberes y que aprenda mucho más que las cuatro reglas.
Se acerca el cierre. El hombre coge la bayeta amarilla húmeda y, de una pasada, borra las cuentas trazadas con tiza sobre la barra. Son más de las diez de la noche. Es jueves. El cansancio acumulado se deja notar en el niño que, con la mente llena de preguntas, de historias, de caminos, de palabras, deja caer la cabeza sobre la barra. Los brazos cruzados a modo de almohada y una sonrisa esbozada en la boca cuando aspira, como un chute de felicidad, de grado máximo de cotidianidad, el olor de la tiza mojada.
Por Patricia Nogales Barrera.