A veces lo hacía unos minutos antes de clase o durante el recreo, para que los alumnos no lo vieran. Sobre todo prefería a última hora, cuando el instituto era ya una superficie reflectante y el aulario estaba a punto de cerrar. La hora de los rezagados -solía pensar el profesor-, en la que todo lo envuelve esa luz melocotón. Un momento adecuado para extraños pasajeros de pasillo, como el fumador pasivo de la sala de profesores o el agujero en el falso techo. Ahí, en cualquiera de esas aulas, ya absuelta de la presencia de los estudiantes -pero reteniendo ese olor entre agrio y terriblemente prometedor-, el profesor lo intentaba dos, diez, cuarenta veces. Sin éxito. Empezaba a dibujar lentamente -ya desde el principio demasiado lentamente-, queriendo evitar el maldito óvalo, para darse cuenta de que tenía que haberlo hecho de un solo movimiento, con mucha más fuerza, olvidarse de ser preciso. Atreverse de una vez por todas a no mirar.
Cae la tarde cuando regresa a su despacho a por algo olvidado intencionadamente. Desde las paredes, los nuevos relojes financiados por la asociación de padres cargan su munición obsoleta de minutos y segundos y, a veces, incluso algo más pesado. Camina cansado, no recuerda haber amado a nadie en los últimos meses, ni siquiera haber sentido simpatía por nadie de este siglo. Al pasar por una de las clases vacías, el profesor se detiene, algo le golpea desde dentro, siente que hay un destello en el ambiente deshumanizado que le reclama, rastro o emblema. No puede mirarlo de frente, el sol se refleja en la superficie pulida de la pizarra, pero allí está, como una pintura rupestre, un ejercicio de vanidad separado por miles de años: una circunferencia perfecta.
Mira precipitadamente el horario del aula, sin leer bien los nombres ni las horas que se caen por la retina; incapaz, los vuelve a leer, y nada. La última clase del día, la de Dibujo técnico. Apunta un nombre en la palma de la mano. Ya tiene un culpable. Ahora sube decidido y borra de un manotazo todo lo que había en la pizarra.
Ha pasado el tiempo y el nuevo curso comenzará en pocas semanas. Ya no tiene ese nombre escrito en la palma de la mano. Ahora huele ese nombre a todas horas, lo pronuncia con familiaridad por teléfono, respira su sexo por las mañanas. Duerme con la profesora de Dibujo técnico -la misma a la que había evitado desde principios de año por sus tatuajes de iconografía mexicana, por sus piercings, por la horrible condescendencia con la que se dirigía a sus alumnos incapaces con el dibujo-. Ahora él aprende aquellos tatuajes con devoción de estudiante. Como no tienen una historia, él les crea una; pasa tardes en la biblioteca con bocetos de aquellas imágenes, intenta dar un significado a toda aquella cantidad de tinta sin nombre que envuelve un cuerpo.
El paisaje de la costa irrita al profesor, pero al final consiente en hacer un viaje por carretera con la profesora, de la misma forma que accedió a afeitarse el bigote y convertirse en un hombre rejuvenecido. Se tumba en la arena, incluso se quita la camisa y luce unas desdibujadas bermudas que provocan la risa de la profesora. El profesor está pensando hacerse un tatuaje. Ella está feliz y dibuja algunos trazos sobre la arena como si interpretara un baile. Nunca hablan sobre los alumnos, pero en esta ocasión la profesora recuerda a un alumno en especial, uno de esos talentos tan acentuados que solo provocan miedo y rechazo. La conversación queda amortiguada por el sonido de las olas. El profesor sigue adormecido cuando baja la marea y ella se introduce en el mar. Es buena nadadora. El profesor despierta y observa las decenas de dibujos geométricos que ella ha dibujado sobre la arena húmeda mientras él dormía y de repente comprende algo importante.
Arranca el coche y deja atrás el paisaje de la costa. La mujer tatuada aún no sabe que nadie la espera en la orilla.
Por Davor Bohórquez.