La imagen de Carolina tocando la guitarra desnuda permanecía grabada en mi retina a pesar de que habían transcurrido muchos años desde la última vez que la vi. Su roja melena de fuego caía sobre sus hombros hasta llegar casi a tapar las cuerdas del instrumento. La pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, dibujaba una sensual línea serpentina que se asemejaba a la envolvente melodía de sirena que entonaba, y a las curvas, dicen que femeninas, de la propia guitarra que tapaba ligeramente su desnudez.
Su cuerpo era precioso, su persona era preciosa. La roja melena, su sonrosada piel, sus suaves pezones y las pecas que punteaban su cuerpo, eran la perfección hecha carne. Su voz, la melodía que con sus bellas manos tocaba a la guitarra, era la más bella melodía que haya existido o que pueda existir. Todo lo que a ella rodeaba era perfecto. Sé que estaba enamorado, y ello puede distorsionar mi visión de la situación. Pero de no ser como lo digo, las cosas habrían sucedido de modo distinto.
No había ninguna otra mujer tan bella sobre la faz de la tierra, no había nada tan bello, no podía haberlo. Dicen que la perfección no existe. Pero ella existía. Así que, cuando el mundo se percató de su error, no cambió la frase, como hubiera sido lógico. Sigo sin saber cómo sucedió, pero ocurrió. Carolina se esfumó un día. Sin dejar ningún rastro tras de sí, ninguna muestra de su pasada existencia. Sólo mi recuerdo de ella. Y el mundo volvió a ser un lugar imperfecto, en busca de la perfección perdida.
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