Llevas demasiado tiempo estudiando, aunque nunca será suficiente. Lo sabes. Son las reglas del juego. Nunca es suficiente de nada. La vida, ese gran sumidero de fuerza, voluntad, optimismo, emprendimiento, ingenio, esperanza, ganas, pasión y otras mejillas. Un agujero negro que absorbe todo lo bueno que hay en ti. Y nunca será suficiente.
Subes al coche, lanzas los apuntes (un semestre de tinta y papel) en el asiento del copiloto. Arrancas. Tomas la primera a la izquierda. Rotonda. Primera salida y de frente. Encaras la avenida repitiendo como una letanía: que esté en verde, que esté en verde, que esté en verde. En treinta segundos tienes a tiro el primer semáforo de siete.
Y está en verde.
Aceleras. Si consigues pasar, pasarás todos los siguientes sin un ámbar ni un rojo que se interpongan. Aceleras. Casi no hay tráfico. Estás solo en esa maldita avenida y necesitas pasar en verde. Si pasas en verde, el examen será fácil, un tema de los que dominas. Si pasas en verde, aprobarás. Y con nota. Si pasas en verde no fracasarás ya en tu vida. Serás un hombre de éxito. Harás fortuna. Todos querrán ser como tú, incluido tú mismo.
La luz bética brilla, casi blanquecina, retándote. Hundes el pie en el acelerador y traspasas a tiempo esa línea de éxito con una sonrisa triunfante. ¡Sí! Bajas un poco la ventanilla. Quieres sentir el aire fresco de la mañana. Verde esperanza, te dices. Tamborileas sobre el volante. Enciendes la radio. Subes el volumen. Te sientes invencible. Qué demonios: eres invencible.
Cuando al fin accedes al parking de la facultad (seis semáforos en verde y una rotonda después), encuentras plaza junto a la entrada del edificio. Media sonrisa en tu rostro. ¿Y por qué no? Pasaste en verde.
Escalera principal. Superas de dos en dos los peldaños. Casi puedes sentir el laurel en tu cabeza. Pasillo a la derecha. Avanzas de frente. Pasillo a la derecha (otra vez). Puerta. Nuevo pasillo y escalera.
Aula C.
La tienes a tiro. Miras el reloj. Falta media hora para que comience el examen. Un buen momento para llegar. El taco de apuntes clama tu atención, pero una idea pequeñita, casi informe, aunque llena de potencial, te detiene. Observas tu caligrafía. Pésima como la de un diestro que ha sujetado el bolígrafo con la siniestra. Ahí está ya, abriéndose paso entre el título subrayado del primer capítulo, esa minúscula ocurrencia, cada vez más crecidita y firme, cada vez más oscura y amenazadora, mostrando sólo una parte, como si fuera un iceberg de hielo negro: ¿dónde demonios está la gente?
Ni un Carmen en el pasillo. Ni un compañero de clase. Ni una cara conocida o desconocida. Ni un taco más de apuntes. Nadie. Sólo tú, D.
Miras de nuevo el reloj. Vuelves a mirarlo. Y te fijas una tercera vez en la hora. No te has equivocado. No has salido antes o después de casa. Has llegado a la hora razonable de llegar. Aun así, te cercioras por cuarta vez, en esta ocasión mirando el móvil. Todo en orden.
¿Estarán dentro? Te separan unos metros de la puerta. Al llegar, ni se te ha ocurrido abrir la puerta y comprobar si ya había alguien. Estás un poco nervioso, aunque no quieres reconocerlo. Avanzas hacia la puerta. Te dispones a empujar la hoja derecha cuando un folio capta tu atención. Está mal pegado en la hoja izquierda. No estaba antes ahí. Jurarías que no estaba antes ahí. Esto no estaba aquí, dices. ¿O era D. tu suficiencia, tu media sonrisa, tu estúpido semáforo en verde, lo que te había impedido verlo?
El examen de X (fecha de hoy) se traslada al Aula C 3·4 del ala oeste.
Disculpen las molestias.
El decanato.
Joder, gritas. Otra vez miras el reloj. Quince minutos para que arranque el examen. Huyes. Vas tan rápido que hay momentos en los que tienes la sensación de que tus pies no pisan el suelo. Escaleras. Pasillo. Puerta. Pasillo. Pasillo. Pasillo y hall principal. Lo cruzas avanzando hacia el ala oeste. Antes, miras atrás. Un camino deshecho en tiempo récord. Quizá todavía dure la suerte, D. Quizá.
No hay nadie. Sigue sin haber nadie por ninguna parte. Esta vez no se te escapa. El iceberg deja ver un poco más de su oscura superficie helada. Pero no puedes pararte a pensar en ello. El examen te aguarda.
El endemoniado pasillo A, arteria principal del lado oeste, ha crecido esta mañana como un infante tras una madrugada de fiebre. Piensas en Einstein y en la relatividad. Maldices.
Al fin una escalera.
Ya estás en el sector C. Aula 3·4. Vamos, búscala. Tienes que ser más rápido, te dices, te exiges. Recuerda D.: nunca es suficiente.
El Aula C 3·4 está vacía. Desierta. Abandonada, dirías. Como si hiciera mucho tiempo que nadie pasa por allí. En la pizarra, escrito con tiza, con prisas, con desgana, casi como una advertencia: C 7 A.
Debe ser una broma. ¿Es una broma?, gritas. Pero todavía regresas a la escalera y subes cuatro plantas más. Vas despacio. Abatido. Estás pensando y no ordenando a tus piernas moverse deprisa. El ascensor… ¿Por qué no lo has cogido? Los tramos de escalera se extienden hasta el infinito. Y en este instante te paras porque esa apreciación, D., es literal. Nunca subirás suficiente. Esta revelación, raramente, te tranquiliza.
Miras a tu alrededor con nuevos ojos. Como si de repente pudieras leer Matrix. Aquí está, al fin, el oscuro iceberg. Ahora puedes ver también lo que hay bajo la superficie de agua helada: ha desaparecido el tiempo y el espacio, no hay nociones, ni referencias. Todo es a la vez. Es un sueño, dices. Y has sido el último en enterarte, D.
Sentado ahora en la escalera principal de acceso a la Facultad, contemplas la belleza, fruto de tu subconsciente. La ciudad vacía se te antoja muchísimo más hermosa. Todo es como en el mundo real, en la vida despierta, pero distinto al mismo tiempo. Un cariz pequeñito. Inapreciable. Esa pieza del puzle de los sueños que sólo nos damos cuenta de que está movida al despertar. Oteas el horizonte de avenidas sin tráfico, de semáforos todos en verde (aprecias con nostalgia. Así que no triunfé en realidad…), escudriñas los edificios cercanos, aunque todo esté cerca y lejos al mismo tiempo, los negocios con las persianas cerradas como párpados… El mundo está parado, esperando que alguien accione la palanca que lo pone todo en marcha. Sólo un toldo, algo raído, se mueve frente a ti. El viento lo agita y poco a poco va desvelándote cada letra serigrafiada:
D E S P I E R T A
Sonrisa irónica. No voy a quedarme dormido, respondes. Y vuelves a sonreír. La mueca te dura, 1,25 segundos porque las letras desaparecen del toldo y eso te deja frío. Y serio.
S Í
El monosílabo ha aparecido al mismo ritmo que si lo hiciera sobre el monitor de un ordenador. La tela rayada, algo ajada del toldo, convertida en una pantalla.
No es posible. Sé que estoy soñando, así que puedo despertar cuando quiera. ¿Me oyes, maldito trozo de tela fea?
Tú no puedes despertarte, D. Tú quieres hacerlo. Pero lo cierto es que no sabes cómo. Empiezas una inútil secuencia: te abofeteas la cara; pellizcas tus brazos y piernas; te tiras de las orejas; te muerdes la lengua… Pero sólo consigues torturarte. Sangrar. Y duele aunque estés dormido. Porque así sigues: dormido. Nada es suficiente. Nunca es suficiente.
La tela pantalla vuelve a quedarse limpia. Sigue a merced del viento y clavas tus ojos en ella como si toda tu existencia dependiera del próximo mensaje. Y así es. Aunque no sospechas hasta qué punto.
El toldo ondea. Comienzan las letras a aparecer, esta vez como un desfile, como el carrusel de noticias de última hora de los canales 24 horas:
PASASTE EN ÁMBAR. ESTÁS MUERTO. PASASTE EN ÁMBAR. ESTÁS MUERTO. PASASTE EN ÁMBAR. ESTÁS MUERTO. PASASTE EN ÁMBAR. ESTÁS MUERTO. PASASTE EN ÁMBAR. ESTÁS MUERTO.
Por Patricia Nogales Barrera.
Hoy me voy a la cama con miedito, con el último párrafo martilleando en mi cabeza.
Muy buena historia, Josepa 😉
Gracias!!! Me alegra que te haya gustado, a pesar del miedito!!