Escribe Javier Marías en sus Enamoramientos que “lo único que mantiene las costumbres intactas es que nos las supriman de golpe, sin desviación ni evolución posibles, sin que nos abandonen, ni las abandonemos”. En el terreno del amor, el que nos ocupa este mes en Maclein y Parker, la reflexión de Marías es un hecho consumado. Como canta Calamaro: “a menudo los labios más urgentes no tienen prisa dos besos después”. Bueno, quizá el argentino no se refiera exactamente a eso. Pero lo cierto es que el tiempo que nos coloca a todos en nuestro sitio, que cura todas las heridas, el tiempo, que parece un remedio universal contra todos los males del alma, el tiempo, digo, también tiene la capacidad de estropear, oxidar, atrofiar, pervertir, despojar de lo hermoso, todo aquello que somete a su juicio. ¿Avanzan hacia la putrefacción todas las historias que no acaban? (Me refiero fuera del reino de Disney) ¿Estarán a estas alturas de siglo los ya señor y señora Darcy agotados el uno del otro, cansados de limar asperezas, viendo defectos donde un día encontraron virtudes? Quién sabe. Quizá no. Quizá.
Lo que sí es seguro es que los amores interrumpidos, los amores de corto recorrido (como la travesía de una aldea), los amores perdidos en la cima de la felicidad, esos amores que nos arrebató la muerte o la vida con sus crueles circunstancias, permanecen intactos, puros, inalterables en nuestra memoria y también en nuestro corazón. Pues, aunque les llegara esa sola última vez que es la última, continúa el querer incluso cuando duele reconocerlo.
Nadie se atrevería a cuestionar, y han pasado algo más de cuatro siglos, la perdurabilidad del amor de Romeo por su Julieta.
En verano es fácil enamorarse. Las noches son largas e invitan a conversar y pasear hasta la madrugada. A veces, hasta el amanecer. Visitamos nuevos sitios o nuevas personas visitan nuestros viejos lugares (el pueblo, la playa de siempre) a los que regresamos en peregrinación estival.
En verano es fácil enamorarse. Nuestras bocas están más predispuestas al beso, más nuestros corazones al flechazo maleducado. Nuestra razón a creer contra toda razón que lo que sentimos será para siempre. Porque si algo es esencial al amor de verano [y así afinamos más con el junio que Maclein y Parker ha propuesto a sus colaboradores] es la idea de su acabamiento. Si el amor continúa en otoño, les juro que se convertirá en otra cosa. El tiempo, polifacético, les dirá qué. Pero ese enamoramiento loco, irracional, desesperado, efectivamente único; ese amor entre sábanas blancas tendidas al sol (rememoró alguna vez la ya perdida Ana María Matute); ese amor que echa raíces en nuestros recuerdos y que aflora de vez en vez en la grisácea vida adulta; esos amores de verano que, irremediablemente, son también de juventud, no son posibles más allá de los confines de septiembre. Y es lo mejor. A la desdichada Anna Karenina le hubiera venido bien tener su septiembre particular. Un placentero affaire en julio le hubiera ahorrado mucho sufrimiento. Aunque también nos hubiera privado de una gran lectura.
Y si en este ámbito, la literatura es ambigua (lo mismo abarca historias de amores eternos, fieles, imperturbable, que nos presenta la tragedia que el tiempo aguarda para algunos enamorados), la realidad, sin embargo, es clara: aunque la transitoria felicidad nos nuble los sentidos y nos tiente la idea de hacerlo perdurar, más vale, en algunos amores, que nos llegue el necesario septiembre, que para las temporadas en el infierno que requiere el olvido, siempre tendremos los libros.
Por Patricia Nogales Barrera.
Bravo!