Mi familia se fue y me dejó con el que menos quise. Hubiese preferido a la gata.
Lo veo cómo se rasca la oreja, estira las patas y se sienta. No sabe que estoy pensando en él. Y al pensar en él, pienso en la gata, pienso en los niños y, sobre todo, pienso en ella.
Siempre me han gustado los niños. Sus juegos, sus risas, sus tropiezos, sus meriendas, sus voces, sus riñas. Su alegría. A él nunca le han gustado mucho. Ni cuando era más joven. Siempre cansado, siempre apático, siempre embobado. Se supone que tendría que recibir a la gente con alegría al llegar a casa, querer salir a pasear y jugar con los niños. Incluso con la gata. Él no.
Acabamos de llegar al apartamento de verano. El de todos los veranos. Por eso duele más. Veo los fantasmas de la familia que fuimos en cada rincón, detrás de cada cortina y debajo de cada cama en las que jugábamos al escondite. Nos veo durmiendo encima de cada colchón como hacíamos en las horas más plomizas de la siesta. Yo con ella. Yo con los niños. Los niños con la gata. El que dormía siempre solo es el único que no es un fantasma.
Cuando llego a la cocina me parece ver migajas de pan del desayuno debajo de la mesa. En el baño, creo ver los pelos mezclados de todos ellos en el desagüe de la ducha: los rizados de Inés, los cortos y rectos de Iván, los largos de Isabel. Y cuando entro en el dormitorio, me parece que los pendientes de ella brillan sobre la mesita de noche. Pero no es así. No hay pendientes, ni pelos, ni migajas. Fantasmas, todos ellos, que habitan en mi mente.
Si embargo, han estado aquí, en este apartamento. Justo antes de llegar nosotros. Y aunque lo recogieron y limpiaron todo, para que no quedasen migajas ni pelos ni pendientes, yo me divierto buscando por los rincones algún rastro de su presencia.
Jugando al escondite a través del tiempo.
Fantaseo con encontrar algo de ellos. Un peluche, un lápiz, un cromo. Quizás una zapatilla enterrada en el sofá o un dibujo grabado en la madera del mueble del salón. Pero no encuentro nada. Tan solo el débil olor de la ropa interior de Isabel en el segundo cajón de la cómoda.
Durante todo este tiempo él apenas se ha movido. Dos veces para beber su agua y otra para salir al balcón y asomarse a la calle.
Anochece. Las cocinas de los restaurantes empiezan a funcionar y sus olores nos recuerdan que tenemos hambre. Al salir del portal vemos que la plaza principal del pueblo se ha convertido en un pasacalles de mujeres morenas con vestidos blancos y hombres con pantalones de lino. Todos felices, todos sonrientes. Antes no me fijaba mucho en esas cosas. Sólo miraba a los míos.
Él pretende quedarse en el primer bar pero yo me niego a concluir el paseo así que continúo andando. Mis fantasmas salen de mi cabeza y empiezan a jugar al escondite conmigo de nuevo. A veces los encuentro sentados en un banco de la plaza. Otras veces los veo salir de una tienda de ropa con bolsas en las manos. En otra ocasión están mezclados entre la gente real que rodea a un músico callejero. Inés le lanza al titiritero una moneda que no tintinea al tocar el suelo. Con miedo a perderme de vista entre tanta gente, él se ve obligado a levantarse y seguirme.
Deambulo sin rumbo jugando con mis recuerdos fugaces hasta que las calles dejan de ser familiares. Entonces los fantasmas vuelven a entrar en mi mente. Cuando él por fin me alcanza, yo lo estoy esperando sentado en la terraza de un bar, disfrutando del aroma de la noche y del descanso a mi nostalgia. Comemos en silencio y yo lo observo. ¿En qué pensará él? ¿Se dará cuenta de lo que ha pasado? ¿Sentirá algo?
Cuando terminamos de comer nos dirigimos hacia el mar. Ahora no me sigue sino que andamos uno junto al otro. Por una vez, los dos queremos ir al mismo sitio.
En el muro que da al mar, la brisa acaricia mi rostro, como tantas veces hizo ella, y el sonido del suave oleaje me trae el sosiego de otros tiempos. Cerca, una pareja mira la luna abrazados.
Bajamos a la orilla de la playa y andamos hasta las rocas del final de la ensenada. Oímos a grupos de jóvenes charlando y riendo en la oscuridad de la playa mientras pasamos por debajo de los invisibles sedales de las cañas de pescar clavadas en la arena.
Cuando llegamos a las rocas los fantasmas vuelven a salir de mi mente. Iván tira piedras al agua. Isabel saca comida de la mochila. Inés intenta salpicarme con los pies.
Él acaricia mi nuca y veo que está llorando. Siente. Sí que siente.
– Este verano no, porque no podemos, pero el que viene, verás como encontraremos un amor. Uno para cada uno. Quizás no un amor tan grande. Pero sí lo suficiente. Ya verás.
Yo le lamo la cara y me echo sobre sus piernas y ambos nos quedamos mirando al mar rodeados de nuestros fantasmas.
Por Thalcave.
Tierno y muy bello
Me alegra enormemente que te haya gustado.