Nada hubo de extraordinario. Nada distinto. Nada fuera de lo común. Nada fuera de lo ya escrito millones de veces y aun de lo ya contado (o cantado) en más ocasiones. Y, sin embargo, cuando Martina vio a Pablo por primera vez sintió que aquello que se desplegaba dentro de ella era único.
Tenía las pestañas largas, los pechos pequeños y la edad en la boca.
Pablo tardaría tres tardes más en saber que existía. Tres interminables jornadas de sol, arena y sal que Martina aprovechó para bebérselo con los ojos. Desde la distancia prudente de su timidez y el descaro de su enamoramiento. 17 años y los labios sin estrenar.
Cuando él la miró por primera vez, ella ya era capaz de reconocer su risa de entre las del resto de muchachos de su grupo, ya le fascinaba el modo en que el sol le fruncía la mirada y ya conocía las líneas de su cuerpo curtido por el deporte y tostado por 19 veranos de playa.
Tenía los ojos color aceituna y las manos perfectas.
-Soy Pablo.
-Martina.
-No te había visto nunca antes por aquí, Martina.
-Lo sé.
Con la cómplice camaradería de sus amigos, Pablo fue robándole minutos al fútbol para regalárselos a Martina. Quería ponerse al día. Eliminar la ventaja que ella le llevaba.
Le gustaba su tendencia al silencio, la osadía que asomaba de vez en cuando a sus ojos, sus largas pestañas, sus pechos pequeños, las formas que adivinaba bajo el fino vestido de playa y el beso que llevaba en su boca todavía por recoger.
A Martina le gustaba todo de Pablo. Su voz, sus manos, que imaginaba cálidas, su facilidad para conversar, que la hiciera reír, la transparencia de sus bañadores cuando salía empapado del mar y cómo se sentía cuando estaba a su lado: valiente, capaz, única. Especial.
La primera vez que la besó, Pablo tuvo que levantarle el rostro rozándole apenas la barbilla. Quizá por eso no esperaba la intensidad de su boca, ni sus labios suaves moviéndose hábiles entre los suyos. Ni su lengua perfecta. Ni su abrazo. Ni lo bien que encajaban sus manos en su cintura. No esperaba que el corazón se le acelerara de esa manera. Ni que le doliera tanto dejarla en la puerta de su casa. Ni que se le quebrara la voz al decirle ‘hasta mañana’.
La primera vez que lo besó, Martina temió no ser capaz de hacerlo. Quizá por eso le sorprendió la rapidez con la que sus bocas se reconocieron. La súbita sabiduría de sus labios y su lengua que supieron qué hacer. La tranquilidad con la que se aproximó a su cuerpo buscando su abrazo. La impaciencia, al terminar, por comenzar de nuevo. No esperaba que el corazón encontrara su compás, al fin, en la cercanía de Pablo. Ni que hubiera una despedida tan dulce. Ni que a él se le quebrara la voz al decirle ‘hasta mañana’.
Pablo y Martina tuvieron su amor de verano que fue como el verano mismo. Un patrón de días, de rutinas estivales, de jornadas de sol y playa, casi idénticas, pero que dejan una huella única, un sabor distinto, una sensación de reinvención constante. Como si cada tarde hicieran historia.
Ella confirmaría que sus manos eran cálidas y que sabían moverse. Pablo que el cuerpo de Martina era como adivinaba tras su ropa: frágil y hermoso. Dibujado para él.
Pero en medio de su particular infinitud, septiembre los sorprendió como la marea, que sólo ves subir cuando ya te ha mojado las toallas.
Nada hubo de extraordinario. Nada distinto. Nada fuera de lo común. Nada fuera de lo ya escrito millones de veces y aun de lo ya contado (o cantado) en más ocasiones.
Por Patricia Nogales Barrera.