La trataba con la educación de un mayordomo: correcto pero dolorosamente distante. Controlaba al máximo cada encuentro. Cada cita sexual. Así se refería a ellas. Nunca prescindía del segundo término. Quería dejarlo claro, trazar la línea; mantener las distancias. Buscaba hostales desapetecibles. Incluso para él. Pero era necesario. Apenas le dirigía la palabra y cuando lo hacía era para darle órdenes. Mayordomo militar: quítate la ropa (él nunca la desnudaba), túmbate, arriba, abajo, gírate. No podía permitirse otra cosa. El negocio del porno es así. O así lo entendía él, que ni siquiera estaba en el negocio. Pero aspiraba a estarlo. Creía que el sexo impersonal con aquella muchacha le allanaría el camino, le prepararía el alma, le marcaría el carácter.
Así, cada semana se la follaba sin miramientos.
Al principio no podía creer su suerte. Aquella sumisión. Aquella predisposición a satisfacer todos sus deseos. Sin rechistar. Sin un atisbo de duda. Sin una queja por sus formas, sus maneras rudas. Quedaba con ella por correo electrónico, sin asunto, sólo un día, una hora y una dirección. Una convocatoria de prensa resultaría más cercana. No era una mujer guapa. No era memorable. Sólo aceptable. Pero eso le servía.
Esta tarde toca cita sexual. La vigesimocuarta.
Las ganas son muchas. Mientras se viste se sorprende pensando en la joven. Diría que añora su calor, si no fuera porque añorar no le está permitido. Pero lo hace. Siente que se le desborda el deseo de carne, el hambre de cuerpo. Más que en las vigesimoterceras veces anteriores.
En el hostal ella lo espera ya desnuda, sentada al borde de la cama, como quien aguarda la llegada del autobús. Entra él en la habitación y lo mira con cierta distancia, como si no fuera su línea. No hace ni dice nada. Con todo, si la hubiera mirado habría visto un pequeñito brillo al fondo de cada pupila. Una pizca de ilusión en la izquierda y deseo en la derecha. Pero él jamás la mira. Tampoco ahora. Porque mirar, mirar viendo lo que se mira, no le está permitido. De hecho, casi ni puede recordar su rostro. Cuando ella desaparece de su campo de visión, sus rasgos se desdibujan. No reconocería su voz por encima de otras voces, ni sus andares, ni su risa, ni sus pisadas. Ni todas las demás pequeñas cosas que dan forma a una persona y que los enamorados aprehenden con vehemencia, como si les fuera la vida en ello.
Túmbate. Ella obedece. Está acostumbrada a las órdenes. Él, todavía lejos de la cama, se desviste con [fingida] desgana. Las manos le tiemblan. Se gira y le da la espalda para ocultar su torpeza al desabrocharse la camisa. Eso supone ocultar también su erección, que siempre gusta exhibir, pero no puede permitir que, a estas alturas, en su vigesimocuarta vez, ella lo vea flaquear.
Avanza ahora con pretendida firmeza hacia la cama. Imagina que está en pleno rodaje. Que detrás de sí un equipo de cámaras a las órdenes del director (un hombre de mediana edad y piel de rayos uva), capta sus movimientos, enfoca su trasero y prepara el zoom para cuando llegue el momento de la penetración. Tendría que empezar con las sesiones de depilación láser, piensa. Alcanza el borde de la cama y acaricia el pie de la muchacha. Ella sonríe. Es el primer gesto desde que llegó. Una invitación. A él le gusta esa sonrisa, pero no lo dice. El guión para una película porno nunca incluiría algo así. Está convencido de ello. Veintitrés veces pensándolo. No puede cambiar ahora.
Va a pedirle que se ponga a cuatro patas, pero la orden se le ahoga en la boca. Empieza a besarle los pies, cada tobillo. Va subiendo, marcando una línea de besos y mordiscos, alternando cada pierna. Creciendo su excitación con la de ella. Se recrea en sus rodillas. Separa sus piernas. Quiere darle la vuelta. Cepillársela de una vez. Pero sigue con los besos, con los mordiscos, lamiendo las corvas, subiendo por la cara interior de los muslos. El izquierdo. El derecho. Arrastrado por una fuerza nueva. Animado por la respiración agitada de ella. Más arriba, más agitada. Más motivación.
Sigue su boca probando la carne, pero algo le frena. Una línea desdibujada casi. Una marca que rasga la pierna izquierda por encima de la rodilla. Una cicatriz antigua. Ha debido estar siempre ahí, desde la primera vez, aunque él haya necesitado veinticuatro más para fijarse en ella. La repasa involuntariamente con la yema de los dedos antes de notar su mirada. La de la joven, que ha debido percibir que algo pasa. Sigue excitada. Sigue su rostro encendido ante la perspectiva del placer. El brillo, ahora mayor, en las pupilas. La invitación todavía vigente.
Se aproxima al fin a ella. Se abre paso. Se adentra en su cuerpo. Quiere terminar. Sabe cómo hacerlo para terminar pronto. Ya no piensa en el tiempo mínimo aceptable de una escena porno. No imagina un equipo de rodaje girando en torno a la cama. Sólo quiere terminar. Marcharse. Perder de vista a esa muchacha, no recrearse de nuevo en sus piernas, ni volver a toparse con esa cicatriz. Ni asomarse más a sus pupilas brillantes. Ni añorar su calor.
No habrá vigesimoquinta vez, piensa.
Triste final feliz.
Por Patricia Nogales Barrera.