La fábrica cerró y de la noche a la mañana muchos hombres –autobuses enteros de ira y de vergüenza–, desembarcaban en Bradford con un pack de seis y una bolsa de deportes con un sándwich de pavo y una muda limpia. No iban a ningún lado esos cráteres humanos. Se sentaban en la salida de la estación de autobuses y bebían la cerveza. Alguno se aferraba culpable al teléfono de la cantina o rompía a llorar por el último cigarrillo caído en la alcantarilla. A la noche pasaba una furgoneta y se llevaba unos cuantos. En Bradford había una floreciente industria a principios de los noventa.
A veces me quedaba sin blanca y no me apetecía ir al rancho de Frederick a robarle pinceles viejos o a guardarme en los bolsillos del mono de mecánico los restos de sus valiosas pinturas de importación –era como masacrar la cola de un pavo real con un soplete–. Si cometía la estupidez de dejarme caer por allí, mi mentor se dedicaba a sobarme el culo como si padeciera un trastorno en sus manitas de pintor abstracto. Era duro intentar ser artista en un pueblo de veinte mil habitantes donde la mayor atracción era una ciénaga que en 1945 se había tragado el coche del senador. Mi billete para viajar a París y convertirme en artista pasaba por una pila de coches con abolladuras por reparar en el taller de mi padre.
Me dedicaba por rachas a interpretar un personaje que había desarrollado en el instituto como proyecto artístico para acostarme con el mayor número de chicos. La performance era tan sencilla como quedarme quieta, insensiblemente quieta, como una muñeca: la Muñeca. No mover ni un músculo, sólo deslizar los párpados al recostarme, no decir una sola palabra, ¡necesitaba todo mi talento para ello! Así que aquella tarde, a falta de material para la pintura, la dediqué por completo a interpretar el papel de Muñeca tirada en la acera junto a un frisbee olvidado. Mi padre reparaba un Ford ranchera en el taller. El senador, embalsamado en la ciénaga, conservaba intactas sus aspiraciones presidenciales.
La furgoneta pasó por la calle polvorienta y el conductor, un mexicano con un pañuelo atado al cuello me dijo, Hey chico, vamos a rodar una pelicula, ¿te vienes? Yo ni siquiera dije Hey, no soy ningún chico, ni siquiera dije Fuck you chico! como era habitual, sino que seguí tirada en la acera. El mexicano bajó de la furgoneta y me inspeccionó como si estuviera muerta. Después me dio una patada y contuve una, dos y tres respiraciones. Como se me escapó una risita me cogió en brazos y me echó en la parte de atrás de la furgoneta. Me sentí como un ciervo atropellado. Dentro de la furgoneta había muchos hombres y todos me miraban con cara de terror. Tuve que hacer un esfuerzo por seguir siendo Muñeca, pero prefería aquello a arreglar la transmisión del coche de Frederick o dejarme magrear por unos pinceles.
Sólo había un puñado de caravanas entonces. No era lejos de la ciénaga y el aire olía a brea y a algo más. Un hombre y una mujer desnudos fumaban un cigarro en una plataforma. Me introdujeron en una de ellas y me dejaron mirar durante toda la tarde. Había equipos de rodaje formados por una persona y un perro ridículo. Los medios no eran muy consistentes. Algunas chicas corrían desnudas por entre las caravanas pero la mayoría eran mujeres mayores, por encima de cuarenta. Un chico guapo con unos vaqueros gastados me fue desnudando con mucho cuidado y me dejó sobre una cama plegable. Parecían hombres violentos pero al acercarse al cuerpo de la Muñeca era como si se humillaran ante el altar. El peregrino ha de llegar muy lejos para poder arrodillarse. El cuerpo de la Muñeca todo fetiche, como un templo ajeno a mi cuerpo hecho de carne de instituto y de aceite de motor en las manos los domingos, de monos manchados de pintura robada, de algunos cuadros en el desván que intentaban llegar tan lejos como adonde nadie había llegado, y ese lugar era justo como me estaba sintiendo mientras Vaqueros Gastados me miraba a los ojos. No hubo aplausos pero desnuda y eufórica, ya fuera de la caravana, afronté el desierto y deseé inventar algo que se llevara todo por delante, que elevara por los aires y luego dejara caer pueblos enteros como Bradford. Algo que exterminara una tradición no memorable del tiempo. Acabar de una vez con todo aquello que no fuera tan nítido como aquel instante. Desde entonces, cada vez que sentía los párpados pesados o recordaba al senador saludando triunfal desde el fondo de la ciénaga, yo inventaba tornados.
Por Davor Bohórquez.