Lucy quería ser monja. Hacía 12 años que nos conocíamos y desde entonces había seguido con esa loca idea en la cabeza. No era raro que Lucy tuviera ideas descabelladas, era uno de sus encantos, una de las cosas de su personalidad que hicieron que me aferrara a ella para toda la vida. Puede que porque también yo estuviera algo loca según esta sociedad, o puede que porque, por el contrario, yo ya apestara a desencanto y a normalidad y ella fuera mi billete de vuelta a esa rara dimensión de la felicidad esporádica en la que sólo unos pocos sobreviven.
Lucy había querido ser monja desde los 14 años. Ella siempre decía que Latinoamérica podía ser un lugar privilegiado para una adolescente o un infierno de fango donde, hagas el movimiento que hagas, más resbalas, más te manchas, más te cansas. Decía que todito depende. Y yo le preguntaba como en la canción: “¿De qué depende? ¿Del lugar donde naciste, Lucy?”. Y ella tardó años en contestarme… aún no me conocía lo suficiente. No daré detalles de su infancia y la mía, porque el tiempo ha demostrado que, a veces, los adultos somos víctimas de nuestro pasado, de problemas o ausencias familiares, de agresiones o de protección en exceso, de la política de tu país o del vecino. Pero no siempre.
Lucy y yo nos conocimos a los 18 años en el club, el único club de striptease en el que hemos bailado, el único que hemos conocido. Allí empezamos. Ya conocíamos este mundo oscuro, lleno de humo, copas, escondites y, sobre todo, más que gente malvada, gente desgraciada. Cada una venía de su mundo, una había aprendido a moverse por causas turbulentas y la otra por la búsqueda de lo atrevido, lo prohibido y, por ello, lo deseado. Ahora ya da igual el camino recorrido, lo importante es que nos habíamos convertido en diosas del baile erótico, lo disfrutábamos e incluso, si el número era en pareja, nos excitaba. Quizás la confianza creada entre las dos nos proporcionaba el momento de mayor relax de la jornada. Cuando un nuevo día se volvía tan retorcido que nunca sabía hacia dónde giraría, Lucy era lo único de mi mundo que no significaba una amenaza, y lo mismo acabé siendo yo para ella. Y así fue como nos escogieron para hacer porno lésbico. Y después, vino lo demás.
No recuerdo haberlo decidido. Pero tanto ella como yo supimos entonces, y sabemos ahora, que nacimos para esto. La historia había cambiado, es cierto que ya no nos sentíamos artistas, pero realmente nunca quisimos serlo. Danzar mientras te quitas la ropa, sabiendo que quien te mira no te mira realmente, sino que se deja desnudar a sí mismo de sus pesados lastres de calle, compromisos o trabajos vacíos de simiente. Moverte para sorprender, para hipnotizar y hacer que el que viene no pueda evitar sentarse en el bar. Eso se acabó hace años. Ahora la historia era más repetitiva, más anodina quizás para el que la ejerce, pero sin duda más emocionante en cuanto a técnica se refiere. Aprendimos a ser cuerpo, a palparlo, redescubrirlo y adorarlo. Aquí era más importante tener apetito y saciarlo, que saber cocinar bien. Aquí cada uno conocía su cuerpo, sus gustos, y casi podía conservar su propio estilo dentro de los estándares de lo que la moda marque como higiene. Aprendimos a estar desnudas con más gente y a disfrutar de ello. Aprendimos a mostrar explícitamente todo lo que al placer concierne y esto nos dio una visión perfecta de humanidad. Resultó que este trabajo que tan grotesco pareció a nuestro entorno, y que tanto les costó encajar, nos dio una lección de empatía y solidaridad. Y esto fue lo que finalmente me quería decir Lucy. En el sexo das y recibes, a la par. Y si te atreves a hacerlo y te reconcilias con lo que te apetece, se convierte en el trato perfecto, sin peticiones, apuros ni contratos. Puro sexo. Y el porno fue la ventana hacia lo que todo el mundo quiere o espera del puro sexo.
Tras ver tantos hombres y mujeres repitiendo tomas, una y otra vez, mostrando nuestro lado más animal, ya uno deja de darle tanta importancia a nuestras diferencias. Porque en ese maremágnum de piel sudorosa, venas hinchadas, pechos bamboleando, pezones enrojecidos y mordisqueados, espaldas arañadas de hombres empalmados, lenguas, cachetes, pellizcos, gemidos, espasmos, golpes que no duelen porque nos volvemos casi sobrehumanos… en esa miscelánea de violencia equilibrada sólo por nuestras vísceras, pero sin cadenas pensadas, ahí hallamos al ser humano. No sé si todos, pero les aseguro que Lucy me convenció, y quizás porque ella quería ser monja, como les dije, por su fe en el ser humano y todo ese rollo, lo logró.
Las cosas ahora no nos van muy bien y hace tiempo que no hablamos del tema, pero aún recuerdo cuando Lucy me decía: “¿No te parece generoso lo que hacemos? Nuestras películas y nuestras fotos ayudan a gente a llenar un vacío que todos tenemos y que cada uno rellena como puede. Y nuestro trabajo es proporcionar placer con algo que todos tenemos, que apenas es la cara, el gesto o la palabra, sólo el cuerpo, la piel. […] ¡Ése sí que es un reto! Mirar a tu compañero de escena y deleitarte deseando lamerle, comerle, no como un objeto, sino porque te reconoces en él o ella como ser que anhela el roce, el beso y el fundirse con otro ser, una y otra vez. Y hacerlo.” Como he dicho antes, Lucy tardó años en liberarme. Y digo liberarme porque yo aún no había superado mi trayectoria, mi vida, mi trabajo, y me había estancado en esa niña consentida de 16 años que se escapó de casa renegando y a la que en el fondo le gustaba hacer algo que muchos rechazaban. Y ella me enseñó a amarlo, libre y sin sollozos.
Lucy no ha logrado ser monja y no estoy segura de que acabe siéndolo. Porque su delirio es ser el delirio de otros, conquistar, y es una especialista es despertar ese lado tan salvaje que todos tenemos. Ella es creyente, va a misa los domingos, e incluso cuando reza, se sorprende a sí misma intentando conquistar a Dios.
Os dije que estaba loca, o enferma. Pero es mi mejor amiga y adora su trabajo. Sus escenas preferidas son las de sexo oral. Ahí abajo, entre las ingles, lo controla todo. Incluso el pelo.
Por Mawi Justo.