Cómo olvidarlo. No sé cuánto tiempo llevábamos preparándonos. Fijar fechas, consultar la meteorología, avisar a tu familia, a la mía… fueron nuestros quehaceres durante semanas. Sobre todo, mentalizarnos de que, al fin, íbamos a estar tú y yo. A solas.
Viajamos allá por donde nos llevó el asfalto, pero con un destino fijo: nosotros. Ninguna ciudad, puerto, montaña o castillo tenía tantas ganas de visitar como los tuyos. Y tú llevabas tiempo intentando descubrir mis rincones mejor guardados, mis cumbres y mis prados, esos que sólo asoman cuando el sol viene con fuerza, cuando llega la calma y se aleja la niebla que en mí se asienta.
Decidimos viajar en coche. Podíamos haber escogido viajar en avión, por ejemplo, pero no queríamos correr demasiado y sobrevolar nuestros accidentes sin pararnos, con tiempo, a mirarlos. Caminar también era una opción, pero no queríamos detenernos demasiado, porque cuando una pareja se mira demasiado, piensa demasiado, pregunta demasiado, no se comunica realmente nada. Finalmente, decidimos llevar el volante y tampoco elegimos el tren, porque es verdad que resulta más cómodo dejarse llevar por otros, pero cuando uno se siente libre de decidir dónde y cuándo, quizás no está tan cómodo, pero se siente más feliz.
Este viaje a tu lado significó mucho para mí. No sólo porque pude beberme lo que hay en ti de cotidiano. No sólo porque pude mostrarte la aldea de mi infancia, donde guardo mis recuerdos perdidos, los que no me llevo a ninguna parte, los que se quedan allí. Este viaje tuvo significado para mí porque visité las ruinas de un castillo encantado, donde te encontré, pero de otra manera. Te descubrí con la camisa remangada, reconstruyendo una vieja casa, que antaño fue hermosa y llena de vida, que pasó a estar llena de desgracia y que tú, con tus manos, habías llenado de huertos y plantas.
Y como todo viaje, tuvo contratiempos. Pero sin batalla. Paraste el coche en el arcén porque, por un momento, no nos faltaba la gasolina pero sí gritaba la paciencia, que se agotaba. “Estoy cansado”, me reprochabas. Mis montañas inhóspitas, mis bajadas arriesgadas, mi afán por pararnos en cada pueblo a ver cómo vivía la gente de allí el mañana. Mi silencio, mi mirada que se hacía añicos contra el suelo o que se tumbaba sobre el césed… pero estaba contigo, era nuestro viaje en coche; y entonces recordé lo que siempre dices y me salva: “Cuando te venga la rabia, ¡salta!”. Te lo dije y saltar contigo, a descompás o acompasados, hizo que la tierra temblara. Y con ella, los fantasmas.
Como te he dicho antes, recuerdo bien ese viaje en el que nos perdimos.
Precisamente esto es lo bueno de los recuerdos que, incluso cuando nunca ocurrieron, pueden ser inventados, imaginados, para entonces ser recordados.
Por Mawi Justo.