Consuelito siempre hacía lo que le decían, pero aquella tarde de verano, aburrida en la pesada hora de la siesta, obedeció más a sus pequeños pies, embutidos en unas cangrejeras rosas, con los dedillos enrojecidos por el calor y sobresaliendo los meñiques a los lados, que a la voz de su madre insistiendo en que se quedara jugando por allí cerca y que no traspasara el cuadrado de losa de la plaza. La plaza marcaba el límite natural con la segunda fase, es decir, las casas nuevas de la barriada, todavía en construcción, que conformaban la siguiente tanda de viviendas del proyecto urbanístico en las recién inauguradas afueras de la ciudad. Sin embargo, a ella esa locución, segunda fase, le fascinaba porque le sonaba a película de marcianos, a mundos desconocidos y a peligros que cualquier niña valiente de cuento debería sortear para alcanzar su final feliz. Resuelta a convertirse en esa heroína infantil, Consuelito se dejó llevar y cruzó la plaza con un ojo puesto en la verja verde de su jardín para comprobar si la habían pillado en falta. Cuando estuvo lo suficientemente lejos como para que no pudiesen percatarse de su travesura, giró bruscamente a la izquierda y echó a correr empapada en el sudor pegajoso de la niñez hacia las calles aún de tierra amarilla, a pesar de tenerlo totalmente prohibido.
Las aceras no existían en aquella segunda fase y el albero se apoderaba del ambiente, con la calima convirtiendo las calles en un paraje irreal de partículas de polvo en suspensión y olor a buganvilla quemada por el sol. Había algunas casas a medio hacer, con sus armazones de vigas de acero, andamios y ladrillos; con las escaleras ya en pie en el centro; las hormigoneras dormitando en los porches, y las pilas de bloques de escayola arrumbadas de cualquier manera. Pero también había viviendas terminadas, todas diferentes las unas de las otras, nada de casas pareadas como en la primera fase en la que era difícil reconocer la propia sin fijarse en el color de las cortinas o en el macetero junto a la puerta.
Consuelito deambuló sin ton ni son, asomándose entre los barrotes de las cancelas para ver si encontraba algún jardín con piscina, un lujo que ella sólo empezaba a soñar por aquel entonces, o algún columpio enganchado entre dos árboles. Ya no sabía ni dónde estaba, mareada por el sofoco de la carrera, aturdida por el universo fabuloso que se abría ante ella y excitada por la certidumbre de saberse desobediente pero con la determinación de los temerarios. Al borde mismo de los campos de trigo que empezaban a segarse, con las altas espigas formando bosques amarillos, y con la chicharra atronando en la quietud de las cuatro de la tarde, encontró una casa que no era ni blanca ni gris, tan vieja que parecía haber estado allí antes de construirse la barriada de extrarradio, con una fachada que parecía que se había oscurecido por los humos de un incendio y con el granulado de gotelé más grueso que había visto nunca. La casa, más que verse, se intuía a través de una inmensa masa verde de plantas de costilla de Adán, jazmines salvajes que nunca sa habían podado, un par de limoneros y una hierba alta y espesa a la que nunca se le habían pasado un azadón ni un rastrillo. El olor a vegetación era intenso y los vapores de las plantas subían hasta provocarle picores en la nariz. Consuelito empujó la verja, que no tenía cerrojo ni candado, y se adentró en aquel jardín raro, destartalado y vitalista. A la izquierda, casi oculto por las ramas, adivinó un cobertizo con el techo muy bajo y una puerta por donde, a duras penas, habría cabido un adulto. A la niña le pareció la casita de un hada o de algún personaje fantástico, sensación acrecentada por la música que salía amortiguada de aquella pequeña estancia. Hechizada, Consuelito empujó la puerta y encontró una habitación atestada de cacharros con un piano al fondo y un hombre sentado en un taburete tapizado de color vino, rozando las teclas con soltura, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Cuando Consuelito se habituó a la penumbra, atisbó a un bebé meciéndose en una cuna minúscula y, a sus pies, una niña más o menos de su edad que, sentada con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en las dos manos, contemplaba al pianista con manifiesta admiración y embeleso. El hombre, de espalda recia y hombros anchos, parecía absorto en su ejecución musical. Pero durante un segundo, tal vez intuyendo la presencia extraña de la niña intrusa, se volvió hacia la puerta con desconcierto y en ese breve intervalo la pequeña pudo observar los rasgos de una cara masculina, de mandíbula cuadrada, ojos oscuros, nariz romana y labios gruesos. Al saberse descubierta, Consuelito, a pesar de su fascinación, giró sobre sus talones y volvió a emprender la marcha a trompicones por el mismo sendero de atmósfera cargada.
Consuelito es ahora Chelo Rojas, doctora especialista en oncología que ve cómo su madre se consume en la misma planta de hospital donde ella atiende a sus pacientes a diario. Es también una sobremesa de agosto y fuera, al otro lado del aire acondicionado, el sol cae a plomo sobre el asfalto del aparcamiento. No sabe por qué, mientras sujeta una mano demasiado joven para estar moteada de pecas y llena de pinchazos, se ha acordado de aquella otra tarde de verano en la que desoyó las advertencias maternas y se adentró en la segunda fase. Esboza una sonrisa y recuerda las cangrejeras rosas.
Como si le hubiese leído el pensamiento, su madre sonríe también y pronuncia unas cuantas palabras que a Chelo se le antojan inconexas. Pero entonces su abuela, que está dormitando en un sillón de polipiel ocre, se levanta como activada por un resorte y rebusca en su bolso negro de asas. Saca un sobre abultado y se lo entrega a Chelo sin mediar palabra; con su mutismo habitual sale de la habitación y cierra la puerta con cuidado. Madre e hija quedan a solas, mirándose sin verse, y Chelo rasga el sobre. Además de un montón de cartas amarillentas, caen del sobre una fotografía y una llave. En la foto se ve a su madre de perfil, cuando era una adolescente de piernas flacas y mirada altiva, con una flor prendida en el pelo, riéndose a carcajadas, con la boca abierta y mirando a un chico alto, fornido y también altanero que mira directamente a la cámara. Los enmarca un jardín frondoso, de altas plantas de costilla de Adán, jazmines salvajes, limoneros y hierba alta que nunca ha sido cortada. Ambos han sido sorprendidos después de salir de un cobertizo con el techo bajo y una puerta demasiado pequeña para que quepa un adulto sin tener que agacharse. Con un suspiro de alivio, la mano de su madre languidece a un lado de la cama y Chelo ahoga un sollozo que ha estado acumulando en su garganta infantil desde que salió corriendo de aquella casa en la segunda fase y la potente voz de un hombre desconocido la llamó por su nombre.
Por Alejandra Casares
Precioso.