El último sorbo de café todavía no le había pasado por la garganta cuando vio en el televisor la puerta del hospital y un rótulo que rezaba: Última hora. Muere la mujer-incubadora que el Estado mantenía viva artificialmente. Así una y otra vez en la pantalla, impreso en negro sobre rojo y dando vueltas como en un carrusel, entre la prima de riesgo y el último escándalo financiero. Y, de nuevo, última hora. Nunca sabría cómo lo habían editado tan pronto, pero sí supo que tenía que moverse. El televisor no tenía sonido para no despertar al bebé, así que se dedicó a imaginar lo que la presentadora de pelo almidonado estaría comentando:
“La mujer, a la que el gobierno mantenía con vida de manera artificial ya que estaba embarazada de cinco meses en el momento del accidente, dio a luz a un niño sano hace unas semanas. Su familia y diversos grupos pro derecho a una muerte digna habían luchado por su desconexión de las máquinas desde el primer momento, aunque el ministerio público se había negado…”.
Cogió el mando a distancia y apagó la tele. Sabía que lo llamarían de un momento a otro. Lo que no entendía era por qué los medios se habían enterado antes que él; quién habría filtrado la noticia y por qué. Sin hacer ruido, subió las escaleras y se dirigió a su habitación. Con determinación, deshizo las maletas, guardó los pasaportes en el último cajón de la cómoda y tiró por el váter cien mililitros de un líquido impronunciable. Luego rompió el vial que lo contenía en mil pedacitos y los echó en el desagüe de la bañera; eran finos y pasarían bien.
Su hijo mayor apareció en el umbral de la puerta con el pijama puesto y restregándose los ojos con el dorso de la mano.
-¿Por qué has deshecho las maletas? ¿Es que ya no nos vamos?- le preguntó con la voz pastosa y somnolienta.
– No, nos quedamos. Ahora vuelve a la cama. Enseguida te llevo el desayuno.- Le dedicó la primera sonrisa en lo que parecía una eternidad y le guió un ojo. Y añadió, aunque sólo para sus adentros, destensando los músculos, consiguiendo respirar después de muchos meses y apartando de un plumazo la angustia y la desesperación por lo que había estado a punto de hacer.- Ya no hay que matar a mamá.
Por Alejandra Casares